IMBÉCIL… Y QUISE DECIR IMBÉCIL
Esta noche de jueves es fresca en Madrid, y la rotonda de Atocha vomita miles de vehículos, cada uno conteniendo almas que guardan buenas historias, bondades y desprecios, de todo habrá. Mi prima está especialmente guapa esta noche. Es feliz y su vestuario y su mirada lo revelan sin necesidad de preguntas. Lo mejor de venir a la capital son muchas cosas, y entre ellas, verla. Mi prima es una de esas personas con las que la vida cobra más sentido porque piensa, siente y expresa detalles que la rutina y monotonía diarias se empeñan en disimular. A nuestro paso por el Museo Reina Sofía aparcamos la idea de visitar la librería y la dejamos para mejor ocasión. Apetece un kebab y no tardamos en encontrar un restaurante que los sirve. Es grande, amplio, bien decorado, de estilo colonial. Nada que ver con la mayoría de locales en los que, además de la carne, encontramos poco más que el espacio justo para albergar dos mesas mugrientas. Éste es distinto. No recuerdo el nombre pero supongo que volveré.
Por aquello de que por bien que te vaya la noche siempre tiene que venir alguien que te la joda, no llevamos sentados ni cinco minutos cuando por la puerta aparece un indigente con pinta de no haber catado el Heno de Pravia desde que los de Gran Hermano perdieron la vergüenza. Lleva una bolsa de plástico de gran tamaño por uno de cuyos agujeros asoma un abrigo o los restos de lo que debió ser un edredón. En el local habrá unas veinte mesas, y solo dos están ocupadas. Plaf. La bolsa y los pantalones raídos del caballero mugriento se acomodan justo en la mesa de al lado y concretamente en la silla cuyo respaldo choca justo con la espalda de mi prima. Ella nota mi cara de mosqueo. Y con razón. No me gusta que invadan mi espacio, y en según que lugares, a según que horas y según qué personas, se me pone la mosca detrás de la oreja. A lo mejor sin razón, pero zumba que no veas.
Ella continúa hablando de todos los temas que es capaz de tocar, y yo sigo con el semblante serio. Me lo nota y me lo reprocha. Mientras habla yo la oigo, pero no la escucho. Detrás de la barra y haciendo nada hay tres camareros. Dos hombres de tez morena, ya saben, de aquellas latitudes y una mujer sudamericana, o sea de las otras latitudes. Desde que entró el individuo en el local y acomodó su bolsa, su historia y su miseria se han puesto tensos, han dejado de hablar, de sonreír y no le quitan sus ojos morenos de encima, como si esperaran el exabrupto, el gesto fuera de lugar o lo que sea que hayan visto en su local en tantas otras ocasiones. Pero no. Lo que el hombre cincuentón, de pelo canoso, sucio, ropa gastada y bolsón de contenido indeterminado dice en un torpe español tan sólo es un educado “Buenas noches. Por favor, ¿me pone un plato de patatas fritas?” El camarero de mayor edad se mueve despacio, como dudando. Prepara las patatas y se las sirve en un plato de cartón.
El hombre le da las gracias y sus dedos se lanzan, casi tan voraces como su boca, a comer con ganas y con prisa, como sólo comemos cuando tenemos hambre de verdad, sin cortesías ni disimulos. A punto de acabar su plato, en completo silencio, el hombre saca una funda de plástico de colores, de las que contienen papeles cuyas historias son tan desconocidas e ininteligibles para nosotros como los motivos que le llevaron a esa situación. Y una vez satisfecha una de sus necesidades básicas, el hombre agacha la cabeza y escribe. Escribe lento, despacio pero ágil, a veces su trazo se vuelve rápido, como si una idea le hubiera asaltado de repente a la luz y no quisiera dejarla escapar de nuevo al terreno de la eterna sombra del olvido, de la no memoria. ¿Qué escribirá?, me pregunto. Una historia, un pensamiento ordenado, tal vez caótico, injusto, amargo, una ilusión sin cumplir, o el engaño perpetuo de una penúltima oportunidad. Pero escribe, con su cabeza gacha, concentrado en lo que hace, sin necesidad de café, portátil y bufanda remirándose en los ventanales de un Starbucks. Escribe, el jodío, pienso. Y a lo mejor con un talento natural.
Y justo en ese instante, en ese maldito y asqueroso instante, levanta la vista, se gira levemente hacia nosotros y alcanzo a verle los ojos. La mirada gastada, turbia, gris, cercada de arrugas y con expresión de “no soy más que esto, pero lo soy”. Vuelve de nuevo su mirada a la mesa y escucho el inconfundible sonido de contar monedas, una a una. Clinc, clinc, clinc. Y el puto tintineo me pone un gato vivo en el estómago. Porque sí. Porque tiene cincuenta y tantos años, seguramente habrá llevado una vida de mierda, y a lo mejor cuando hace mucho tiempo el alcohol comenzó a ser un verdadero problema para él, hasta calentaba a la mujer, el hijo de puta. Y luego llegaron las ausencias, y los hijos sin volver a ver, ni ganas, la mirada torcida de su padre, la peste a fracaso, y la familia no me entiende, y la soledad primero del bar, luego del banco y al fin, el cartón, la manta y el litro de tinto o blanco. Lo de siempre. Seguramente, no lo se, lo que ha llegado a ser no sea culpa de la sociedad, sino de él mismo, de su incapacidad de sobreponerse a las dificultades, de la misma historia de mierda de siempre: problemas, alcohol para olvidarlos, y otros problemas que vienen. Y a la calle. Y así hasta el final. Pero estoy en Madrid, y cientos de miles de euros danzan a mi alrededor en forma de luces, museos, coches, combustibles, compras, carne turca y ropa. Y no hay derecho, maldita sea, a que un hombre cene un mísero plato de patatas fritas, mientras escribe, y tenga que contar moneditas una a una mientras camareros y comensales apartamos la vista esperando que pague pronto y se marche sin dar problemas. Mi prima advierte que ya estoy más en otra cosa que en nuestra conversación. Y cuando el hombre se levanta y se dirige hacia la barra para pagar, el camarero le dice “Dos euros”, y el hombre deposita en la barra con ambas manos todo lo que tiene. “No tengo más”. El camarero empieza contar las monedas y yo no puedo más. Le hago señales pero no me ven. Levanto más la mano y la camarera se da cuenta. Le indico con gestos apresurados algo que entiende a la primera. Así lo hacen. El hombre, que no me ha visto en ningún momento, les da las gracias inclinando la cabeza, recoge toda su calderilla y se marcha tan en silencio como entró. Y yo me quedo pensando que durante todo el rato he querido llamar a la camarera y decirle que le ofrecieran algo más sólido de cenar y algo de beber, una cerveza, lo que fuera. Pero no lo he hecho. Sólo cuando no he podido más he acertado a acallar mi conciencia pagando dos míseros euros de patatas fritas, en vez de invitarle a una cena que, además, le hubiera costado a él más comérsela que a mi ganarla. Pero no lo he hecho. Por vergüenza, por el qué dirán, por incomodidad, por sentirme violento, por pura y simple cobardía. Por ser un imbécil. Un puto imbécil.