FILOSOFÍA PURA
Juro que lo que viene a continuación es real como la vida misma.
Noche de sábado y en el horizonte se vislumbra plan nocturno. Tercian unas copas con un buen amigo. Elegimos la valenciana calle de Juan Llorens para consumar la sesión de oteo tras el cristal de un buen ron matusalén de quince años. A las 00:00, hora bruja.
Camino por la calle con medias galas y al momento diviso un taxi, Skoda típico. Clásico. Mejor. Los taxistas innovadores de monovolumen no me llaman la atención, a la amplitud de espacio se opone la calidez de una buena conversación entre caballeros. O entre señora y caballero, pues cada vez es más frecuente toparse con la cara amable de una fémina conduciendo. Lo paro, le indico la dirección y nos ponemos en marcha. El tipo andará por los cincuenta. Delgado, manos nervudas, con un bigotillo ralo y canoso, y cara de golfo nocturno irremediable.
En el análisis estoy cuando observo que lleva sobre las rodillas una especie de polainas artesanales de paño color azul, que sin duda le habrá confeccionado su señora esposa, a juzgar por el género y la costura; y por aquello de aún falta un buen trecho como parecer que no nos hablamos, le suelto que parece que sigue el frío, para a continuación preguntarle cómo va la noche.
Vaya por Dios.
Hay amigos con los que te cruzas por la calle por casualidad, les preguntas qué tal les va… y te lo cuentan. El hombre empieza, pues, una espontánea disertación sobre sus dos principales objetivos en la vida: hacerse rico y, en su defecto, acostarse con las mujeres de los ricos. Principal y subsidiario. Por este orden. “Pero sólo lo hago para joderles, que conste”, me suelta. Continúa el soliloquio y, mientras enfilamos la Avenida Ausias March en dirección hacia Peris y Valero, pone cara de complicidad y me confiesa abiertamente: “No te lo iba a contar, pero lo voy a hacer, porque los jóvenes andáis muy equivocados sobre lo que es ser rico. Lo primero es que si a mí me tocan diez o doce millones de euros, no hago el gamba yéndome del pueblo, porque entonces todos caerían en la cuenta de que el agraciado soy yo, y entonces sería el desgraciado. Porque ya estoy viendo a los amigos criticarme por haberme largado para no echar cuentas con ellos. Y eso, no”.
“Fíjate que había un viejo al que yo llevaba mucho al bingo, y en una de esas me contó que durante la Guerra Civil le había tocado la lotería, y que cuando el conserje fue al bar a avisarle, mientras echaba la partida con los amigos, él lo negó tajantemente diciendo que era imposible porque no había jugado, pero que si lo que el conserje quería era que le invitara a café, eso estaba hecho. Un crack, el tio – me dice- Para que nadie supiera de donde venían los millones, se metió en un balneario, pintaba cuadros de esos tipo Picasso, que los hago yo con la punta del níspero, y luego decía por ahí que los vendía en Alemania, en América,… y así justificaba su nivel de vida. Fíjate si de esta historia hará años que yo aún jugaba al frontón” –precisa, como dato cronológico de incalculable valor.
“Total, que muchos años más tarde, el viejo, en una porfiá con los amigos les soltó que parecían gilipollas, que se habían tragado lo de los cuadros, y que en realidad…” Mi móvil interrumpe el monólogo, y al otro lado mi amigo me sugiere que por causas ajenas a su voluntad abortemos la operación, que no hay otra. Con el taxi llegando a Juan Llorens, no me queda otra que pedirle al colega que demos la vuelta, y de nuevo al punto de partida.
Ni pestañea.
“… Pues eso, que les acabó contando a los amigos que todo venía de la lotería, que se habían tragado lo de los cuadritos y que se reía en su puta cara. ¡Y es que era más cachondo que la música de los caballitos!”.
Llegamos de nuevo a mi casa, el hombre para el taxímetro, pero continúa contándome sus cuitas y juergas nocturnas. “Al final, el vivir y el follar, lo único que te vas a llevar”. La rima consonante se apaga cuando una chica preciosa, vestida de sábado noche, nos hace señales preguntando si el taxi está libre, abre la puerta y se sienta detrás, sin más.
– “Disculpe, pero es que fuera hace frío”.
Maldigo en silencio el tener que bajarme del coche justo en ese preciso instante. El taxista me cobra con una sonrisa profunda en la cara y, antes de salir, me suelta “¡Chaval! Que esto es hablar por no callar, cojones”.
Son las 00:30 horas, la luz del portátil se refleja en el hielo de mi ginebra con coca cola mientras escribo esto, y todavía pienso en el taxi que se aleja con otra mujer que no tendré. Estoy sin plan un sábado por la noche y quince euros menos en el bolsillo, pero con un completo manual de la vida. De cómo ser un golfo y vivir para disimularlo.
Filosofía pura, oigan.