CANSADA DE BESAR SAPOS
De sus labios brota un hilo de sangre y se jura que será la última vez. La punta de su lengua detiene por un instante el sabor férreo y grana que se derrama hacia sus comisuras, y entonces se da cuenta de que esa herida cicatrizará más rápido que la otra, mucho más profunda.
Mientras camina descalza por la habitación, espira lentamente los retazos de sudor que atestiguan la sucia, la auténtica, pasión que hace unos instantes ha provocado el temblor de su cuerpo y su alma, hasta culminar en el traicionero mordisco en sus labios como broche del torrente de sensaciones.
Se acerca a la cómoda, y el zumbido del CD le devuelve a la realidad. Pulsa de nuevo el play para escuchar por vigésima vez la misma canción, que comienza con el mismo acorde de siempre. Lo que oye es lo de menos, son los recuerdos mezclados con la imaginación los que se despiertan de nuevo con esas notas, recreándose en ellos una vez más. Apoyada en la cómoda, levanta un poco la cabeza y echa un vistazo a su reflejo en el espejo. Sonríe, como si quien la contemplara no fuera en realidad ese amasijo de virtudes, defectos y cansancio de pelo moreno que duerme en la cama, sino el hombre que le gustaría que fuera. Que hubiera sido. Sonríe como se sospecha, como se cree, como se sabe que se puede enamorar, cuando en realidad sólo se está conquistando a sí misma. Entonces vive con todo el falso realismo del que es capaz la misma escena. Unas palabras, un beso, el primer aliento capaz de erizar por única vez el vello,… Da igual lo que se represente. Lo importante, maldita sea, es que la hace feliz.
Es guapa. Más que eso. Bella. Podría ser alta, o tal vez más menuda, haber poseído formas sugerentes combinadas con hermosos ojos pardos, o una raquítica sencillez rematada por iris azules. Su acento peculiar, sus palabras inteligibles a veces, otras no, pero hipnotizadoras siempre, su mirada, como un liviano muro que intenta sofocar, en vano, el fuego que arde bajo esa apariencia. Podría ser cualquiera, porque ella es todas las mujeres.
Es imposible aceptar una sola definición de amor, piensa. Frente a la estupidez congénita que habita en la idea del único amor verdadero, con la que nos educamos, existen tantas formas de vivirlo, que todas y cada una de ellas son ciertas, aunque no necesariamente reales, para quien las experimenta. El amor es una línea de vida única e imprescindible, a la que se aferran hasta morir por él algunas personas, o por el contrario, una insólita y tibia mentira, que muchos otros viven con la tranquilidad que otorga la seguridad de la dulce hipocresía. No fui feliz, pero tuve pareja, masculla entre dientes.
Se mira de nuevo y sonríe, convencida de hacerlo al príncipe inmaterial que se asoma al borde de su deseo, y siente en su piel la suavidad del tacto preciso, de la caricia acertada, del estremecedor beso que aún mantiene el sabor a saliva. Enciende un cigarrillo y vuelve a la cama, pensando en cada uno de los príncipes que ha conocido, príncipes rebeldes cuyo asalto al castillo se fraguó en una sola noche, o verdaderos reyes con los que gobernó su territorio durante varios años. Todos y cada uno de ellos ya son historia, lo fueron cuando en el último y confiado beso, se transformaron, lúgubre e invariablemente, en sapos.
Recuerda entonces por qué tomó aquella decisión extraña, repentina. Decidió abandonarse. Pero no descuidándose, a costa de su vida o su salud. Al contrario. Derrocha su existencia en el más puro hedonismo, se cuida, se mima, vive por y para ella, aceptando así la paradoja de que en demasiadas ocasiones la idea y la experiencia del amor implica una renuncia al propio placer, a un estilo de vida mismo, al “yo” en pos no de un “nosotros”, sino de un “tú”, convirtiéndolo en un sacrificio absurdo y mal entendido. El amor, concluye, es un espejismo necesario. Un consuelo grabado en nuestros genes marmóreos en los que anidan, indelebles, trazas y marcas talladas a golpe de ausencias y desencuentros durante siglos, testigos hirvientes y mudos de lo que pudo ser y no fue. Una suerte de pantano habitado por sapos que un día, por reflejos o no – la luz a esas horas resulta traicionera-, parecieron príncipes.
De nuevo sentada en la cama se vuelve a jurar que ésta será la última vez. Hace tiempo que ya no están juntos, y esas incursiones intermitentes sólo les hacen más daño, prolongando la dolorosa despedida. Gira su cabeza y se topa con él, que la mira. ¿Qué estará pensando?
En el fondo sigue queriéndola, incluso deseándola. Pero sabe de la importancia de un compromiso como para asumirlo. Él sabe que no la hará feliz, del mismo modo que ella tampoco a él. Lo que le duele realmente es haber cometido el error de pretender hallar la ansiada y buscada alma en toda la colección de rostros que jalonan la gris monotonía de su vida diaria. No es posible inventar tantas historias con final feliz en la chica que te mira furtivamente en el metro, en la mujer que un día tragó saliva cuando os cruzasteis en el ascensor, o en la rubia de ojos verdes que iba al encuentro de su familia en aquel paso de peatones.
Ambos se adivinan el sentimiento, y una sonrisa se les escapa entre una lágrima y el inesperado frío de este atardecer de verano. Él acerca su cara y se rinde en un susurro amargo: “Tenías razón. Hay una puta plaga de perdices… pero otros se las están comiendo”.