JAMONAS Y GILIPOLLAS
Si hay algo complejo de definir es una mujer. No por su dificultad, en absoluto, sino precisamente por la envergadura de su propia existencia, la cantidad de dimensiones, facetas, aspectos y matices que coexisten en el mismo ser. Desde el punto de vista de un hombre, la mujer posee la capacidad de ser una persona independiente, trabajadora, estudiante, aplicada en el hogar, madre entregada, amiga atenta y amante apasionada. Todo ello, claro está, no necesariamente coincidiendo en el mismo tiempo y lugar (pruebe alguna a simultanear todas esas facetas en el Carrefour a las seis de la tarde, a ver qué opinan los vigilantes de seguridad).
Como el título de este artículo induce –a propósito- a confusión, y antes de que alguna feminista me ponga a caer de un burro, aclararé (aunque no tenga por qué, puesto que quien me conoce lo sabe, y quien no, me la trae al pairo) que mi admiración por la mujer se basa precisamente en esa conjunción de dimensiones inexpugnables, enriquecedoras, coexistentes y… en definitiva, que la mujer me resulta un horizonte cercano y al mismo tiempo inabarcable de puro intenso. Y eso me fascina.
España –ups, perdón- es fuente inagotable de sinsentidos e hipocresía. Baste citar dos ejemplos. Uno, legal. Alicia tiene quince años, y puede ir a una clínica a las siete de la tarde para que le practiquen un aborto sin necesidad de comentárselo a sus padres, ya que se le presupone la capacidad, sabiduría y criterio ético y moral como para decidirlo por ella misma. Sin embargo, Alicia ha de procurar que el galeno se dé prisa y termine la faena antes de las diez de la noche, puesto que si después del aligeramiento quiere irse de botellón con sus amigas a celebrar el tema, en ninguna parte (y por ley) le venderán ni una mísera cerveza pasada esa hora. Ni siendo menor, ni mayor de edad. ¿Que no lo entienden? Pues tómense un valium y a por el siguiente párrafo.
Segundo ejemplo. Éste, social. Jacinto es empleado de una conocida caja de ahorros en una localidad almeriense donde los musulmanes se han establecido por miles en sus barrios. Jacinto ha tenido que acudir media hora antes al trabajo un frío día de diciembre para retirar el belén que luce en la entrada de la sucursal, ya que varias decenas de habitantes de ese barrio han protestado airadamente ante el director porque es un insulto a su religión, una vergüenza, porque occidente es el cáncer y el islam la solución y porque, oye, tampoco vamos a ponernos así por un quítame allá esas pajas, que al fin y al cabo la pela es la pela. Y Jacinto saca el último clavo del crucifijo que coronaba el Nacimiento con el mismo martillo con el que semanas después se rematan las tachuelas de la nueva mezquita. Y todos lucen tan contentos.¿Se han ambientado ya? Continúo, pues. Ojeaba el otro día varias revistas del corazón (no voy a poner la excusa del peluquero o la consulta del dentista, estaba en casa y bien a gusto), cuando descubrí en una de ellas una sección en la que los redactores denuncian detalles no ya insignificantes sino incluso bellos y deseables en una mujer. Una pequeña lorza por aquí, una manchita en las manos por allá, un atisbo de celulitis en calas ibicencas o un pecho ligeramente caído fruto de la natural edad o del milagro de la maternidad, son expuestos al lector con lupa de aumento y asomo de indignación o desagrado, criticando y destrozando el mero hecho de su existencia, en una absurda exigencia de perfección mal entendida y donde no puede haberla, pues la percepción del atractivo no se halla tan sólo en el físico o incluso en la propia cultura (y a las pruebas me remito, figúrense que siguen naciendo camboyanos), sino en los ojos de quien mira. Para remate del asunto, la sección se llama “¡Aag!” (jueguen a adivinar el por qué de la interjección), y, oh sorpresa, gran parte de quienes perpetran esas páginas son mujeres, lo que denota tal vez envidia por no tener la misma suerte o aspecto que sus víctimas, o simple y llanamente mala leche
Figúrense que todavía me duelen las retinas tras haber leído el último libro que versa (o al menos eso creía), sobre la mujer, su lucha constante y su supervivencia ante los malos tratos. Pena de veinte euros. Lo que prometía ser un compendio de vivencias y aprendizaje sobre la maravillosa existencia y defensa de la feminidad, sin tabúes ni complejos, resultó ser el manual de la perfecta feminista amargada que destila rencor y odio por todo lo que huela a hombre. Las portadas y los títulos –no les digo éste, porque paso de hacer publicidad a semejante esquizofrénica sentimental- engañan mucho en literatura. Recuérdenme que un día escriba sobre eso. El caso es que, a pesar de que la mujer cada día encuentra una sociedad más abierta, y se permite romper tabúes, injusticias y sinsentidos, sin renunciar a su feminidad más dulce, sigue topándose con la hipocresía más cruel y descarnada, en demasiadas ocasiones de manos de las de su mismo sexo.
Y esto me lleva a pensar que todavía queda mucha feminista -o no- de manual amargada, que ridiculiza el físico o las formas porque ignora las más elementales sensaciones que se hallan en el atractivo de las arruguitas de unos ojos azules, en los besos comprados en mercados de septiembre que se reparten a oscuras entre la sinuosidad de los muslos celulíticos de una piel de naranja fresca y recién duchada, mientras los dedos, trémulos, acarician con suavidad los pechos que atestiguan con sus estrías que gracias a ellos hay más vida en este mundo, al tiempo que se susurra al oído de la mujer amada esas dulces palabras que son el mayor gozo para el que las siente de veras. Como uno se reconcilia con su existencia cuando cada centímetro cuadrado de la piel femenina se eriza al paso de una gota de sudor que guarda, condensados, el deseo, la complicidad y el lenguaje que sólo las epidermis de los amantes saben hablar. Por eso, no sólo en el interior, sino también en la envoltura, se plasma todo lo que resulta deseable y hermoso en una mujer, porque son sus arrugas, sus manchas, sus (im)perfecciones, las que provocan el cariño, el respeto y el deseo de fijarse todavía, tras una vida juntos, en su caminar y su trasero mientras desaparecen tras la puerta de la habitación, y respirar confiado, tranquilo e ilusionado. No sólo por quererla. Por admirarla.
Así pues, comprenderán que no tenga empacho alguno en adjetivar (y así las prefiero) a las mujeres hermosas como jamonas. Y gilipollas a los que las desprecian.