DOMINGOS FRIOS
A las aladas almas de las rosas,
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero
Miguel Hernández (Elegía a Ramón Sijé)
Le he cogido asco a los domingos fríos. De pequeño los odiaba porque ese día íbamos al campo y entonces aparecían ellos: su mera presencia, su algarabía o una simple mirada a destiempo, bastaban para provocar en mí un pánico irrefrenable. Años más tarde fui conociéndoles cada vez más por una simple razón: me acerqué a quienes los aman, los comprenden y les enseñan.
La verdad es que su mundo está plagado de tópicos y leyendas que casi nadie comprende pero todos cacarean. A menudo se les encumbra otorgándoles cualidades humanas, para a continuación hundirles achacándoles defectos igual de mundanos. Y ni lo uno ni lo otro. Su grandeza está en su mera existencia. Su fidelidad, su abnegación, su alegría, incluso su terquedad, los definen por sí solas, pero cobran aún más sentido cuando hay un ser humano que los aprecia, los valora y está ahí para hablar su mismo lenguaje.
Aarón tenía siete años y era bueno. Quien le conociera sabrá que no hacen falta más adjetivos. Mas todas sus virtudes y defectos, jamás humanos, llegué a comprenderlos en la voz, la mirada y los gestos de quien le acompañó toda su vida. Pude percibir como se convirtieron en cotidianos el modo en que su guía pensaba una y otra vez métodos para que hiciera su trabajo adecuadamente, su temperamento indomable cuando se veía encerrado, y su imponente y calmada presencia cuando disfrutaba de su libertad, que hacía las delicias de los niños que se fotografiaban con él.
Su guía es alta, sobria y formal, pero todos esos atributos se desprendieron, cayendo al suelo uno a uno cuando corrió ese domingo asquerosamente frío para arrodillarse en el canil y arrugar sus dedos delgados contra la piel de Aarón, ya fría e inerte, como si intentara atrapar un hálito de una vida que ya había dejado de existir.
Así que odio los domingos fríos. Cuando era un crío me aterraba que aparecieran entre la niebla dominical, y hoy en medio de la misma niebla he comprendido que me asusta perderlos. Y sobre el rumor del llanto de su guía aquella mañana, ese que suena sentido y bajito, sin estridencias, pero que estremece con sólo escucharlo, permítanme explicar que hoy podría haber escrito sobre mil temas, pero preferí hablar de lealtad y de amor.
Por eso he hablado de perros.