FRANCISCO ALEGRE… Y SEÑORA
Benidorm en verano. Casi ná. Me dejo caer por un hotelito cualquiera y un sábado noche estoy tomando una copa en la terraza. Hay un gran bullicio, y es que nada hay más certero y peligroso que un grupo de chavales a los pies de una piscina con tres o cuatro cubos de hielo donde flotan cervezas, risas, miradas furtivas e inconfesables intenciones. En un extremo del recinto dos tipos, uno alto y joven y el otro mayor y algo enjuto, teclado y guitarra eléctrica en mano, desde la disco-móvil deslumbran al distinguido público con interpretaciones como “El toro y la luna”, “Macarena” o “Paquito el chocolatero”. Caspa pura y dura. La muchachada –el mayor no pasará de los veinte años- hace el tonto dentro y fuera del agua, aplaudiendo a rabiar cada final de canción, cada vez más fuerte, cada vez más cerveza. Se ríen. Se descojonan, para no mentirles. La disco-móvil se arranca por “Francisco Alegre” y el nivel de tontería del grupito alcanza ya cotas insospechadas. Gente sana, vaya. En esto que, de entre todas las mesas que ocupan la terraza, se levanta una pareja de ancianos y comienzan a bailar, solos, en medio de la improvisada pista. Ella es bajita y regordeta, con un vestido estampado jódemelarretina. Él, algo más alto, desgarbado, pelo canoso y arrastra la pierna derecha, desconozco si porque ya no le funciona o se la han tuneado en Ortopedias Martínez. La cosa es que ahí están, sin atisbo de rubor o vergüenza, mostrando su vejez, su discapacidad, sus kilos de más y tal vez su senilidad, delante de un grupo de púberes guapos, modelados, máquinas de vitalidad que se creen –al fin y al cabo, por edad, les va en el sueldo- eternos e invulnerables-. El solista va por aquello de “Niña morena/ ¿por qué me lloras, / carita de emperaora?,» y la mujer le regala una sonrisa a su torero.
Que puta y fina es la vida. Cómo nos coloca ahí, por el motivo que sea, y nos insufla las ganas de comernos el mundo, de aprender, de echarle ganas a todo, pero también cómo erramos al pensar que lo verdadero y auténtico sólo sucede cuando estamos en plena posesión de nuestras facultades. Y no. De los primeros amores, del torrente de hormonas que son los chavales de la piscina, ojalá que con los años quede ese poso, maduro y sereno, de la tranquilidad que otorga contemplar el océano después de una larga travesía, de borrascas que se fueron como vinieron, temporales que nos arrebataron lo más querido, e incluso la inquietud que tuvimos por el miedo a ciertas tormentas, la mayoría de las cuales finalmente nunca sucedieron. Esa pareja de viejos –las cosas como son- sabe que está llegando al final de su singladura, y que por fuerza uno de ellos volverá al mar antes que el otro, pero sea cual fuere el tiempo que les quede, tienen claro que los habitantes del penúltimo puerto les van a contemplar bailando, mirándose, luciendo orgullosos su amor, sus años, sus canas y su pierna ortopédica, superado ya el riesgo de haber necesitado prótesis más importantes, como la del alma o el corazón.
Apuro la copa, y antes de marcharme me quedo contemplando a los auténticos jóvenes riendo, disfrutando, mirándose furtivamente y soñando quién sabe qué cosas secretas e inalcanzables. Y un poco más allá, entre cubos de cerveza, los chavales siguen haciendo ruido y creyéndose eternos.