EL CAMARERO DEL FORTUNY
Los motores del barco se desperezan con un ronco murmullo que hace vibrar la cubierta. Ya es noche cerrada y los últimos coletazos de la virazón me indican que es hora de regresar adentro. Delante de mí corretean ocho horas de travesía nocturna de las que sólo soy un forzoso invitado al juego de intentar alcanzarlas hasta arribar a Palma. En mi mochila aguardan las diez últimas páginas que atestiguan la odisea de Edmundo Dantés, y no se me ocurre mejor compañero de viaje que un café aguado en el bar.
Mientras la proa del Fortuny comienza a romper las aguas, a lo lejos Valencia me despide con esa tristeza fingida y mecánica de quien sabe que, como de costumbre, regresaré muy pronto. Recorro la decena de metros que me separan del bar mientras concluyo que siempre es la misma historia. Cualquier cosa o persona a bordo me resulta ya excesivamente familiar. Rincones, procedimientos, gestos,… hasta el rostro, siempre severo y escrutador, de la sobrecargo. Todo conforma un escenario usual que con el tiempo ha llegado a aportarme tranquilidad durante la monótona singladura.
Detrás de la barra atiende un joven camarero al que no había visto hasta entonces. Es bajito, calvo y con un fuerte acento gallego. Se maneja con energía, con una peculiar soltura que arranca sonrisas entre los clientes. Lo del riguroso orden de llegada no va con él. Selecciona a los parroquianos según le da, señalándoles con un dedo al tiempo que arquea las cejas, en una especie de ruleta apasionante en la que nunca sabes cuándo te va a tocar.
Qué suerte, me digo, ésta es la mía. Ahora el dedo me apunta a mí y veo su cara de ratoncillo vivaracho expectante. Un café sólo largo, pido como de costumbre. ¡Vamos a ello!, responde con entusiasmo al tiempo que de un giro danzarín se encara con la máquina y agarra el cacillo. Intento morderme la lengua, pero no puedo evitar el comentario.
– Es curioso -le digo-. Hace usted interesante cualquier acción rutinaria.
Entonces, como fulminado por esas ocho palabras, congela el gesto y se vuelve sorprendido.
– Me ha gustado esa frase –responde-. Nadie había definido nunca mi trabajo así. Oiga, ¿le gusta a usted la literatura?
Lo malo de poseer mil respuestas a la misma pregunta es que nunca sabes escoger la correcta. Pero no importa. El camarero se arranca a contarme con sincero entusiasmo su afición a las letras. Me habla de autores, de libros, de frases y citas célebres que ofrece a los clientes a cambio de que ellos mismos engrosen su lista de reflexiones. Pensamientos que nacieron en la cabeza de los escritores en los momentos más insospechados, lo mismo pulidos hasta la extenuación en los desvelos nocturnos de cualquier convento que garabateados sobre la madera carcomida de cualquier taberna del Madrid del siglo XVII. De mi bolsa extraigo uno de mis cuadernos y se lo muestro. Ávido, hojea mis anotaciones, siempre apuntadas a pluma, algunas de las cuales acaban transformándose en historias y otras tantas terminan durmiendo en el silencio de mi olvido particular. Comenzamos una tertulia a dos bandas con Mark Twain, Wells o Hemingway como dardos de ida y vuelta mientras que el público (apenas una docena de viajeros estupefactos) contempla cómo dos tipos, los codos apoyados sobre la barra y el vapor del café rezumando impaciencia, disputan una partida literaria tan entusiasta como inesperada.
Se le acumula el trabajo, y Manuel –ése es su nombre- rehúsa cobrarme el café por más que le insisto. Me despido con un apretón de manos y escojo el asiento más solitario del local mientras pienso en la última frase de Santa Teresa de Jesús que me ha regalado: “Lee y conducirás, no leas y serás conducido”. Y entonces comprendo mi error. Nunca es la misma historia. No al menos si se observan con la mirada adecuada cada rincón, cada rostro, cada palabra pronunciada, en apariencia, al azar. Porque hasta el viaje más rutinario de nuestra vida puede tornarse en una desgracia inesperada, en un golpe de inmensa fortuna, o incluso transfigurarse en un camarero capaz de lograr que este condenado café haya terminado por resultarme delicioso. Y eso, supongo, también es literatura.