(Fotografía extraída de la página web www.culturandalucia.com. Recopilación de Milagros Soler)
Mi memoria aún es joven, no conoció bandoleros. No al menos a aquellos tipos al uso, tabardo y trabuco en ristre, que saqueaban a quienes caminaban por las veredas de Sierra Morena. Lo mismo daba un mercader honrado que un político a secas. Cualquier bolsa que hiciera clinc clinc era buena, y de eso sabían y saben mucho cualquiera de los anteriores.
Pero a lo que iba. El caso es que mi memoria –como la de ustedes, supongo- es asaltada con cierta frecuencia por otro tipo de bandidos que esperan agazapados para adueñarse de ella en el momento más inoportuno. Estoy hablando de los recuerdos. El último asalto ocurrió no hace mucho, durante una de esas tardes apacibles y frescas que le ríen las gracias al veranillo de San Miguel.
A mis manos había llegado una vieja fotografía de la estación de tren de Almería, con su fachada de hierro y cristal como sigiloso testigo de las partidas, sueños y regresos de miles de legañosos durante más de un siglo. El mismo edificio parecía algo irreal entre la niebla aquella noche de noviembre de 1996. En mi maleta no portaba más adultez ni experiencia que los escasos dieciocho años que mi DNI acreditaba. Tomé el Expreso Nocturno que hacía la ruta Almería – Cádiz para cruzar esa extraña e irrepetible frontera entre la niñez y la hombría que llamaban la mili. Supongan que no me llegaba la camisa al cuello y acertarán de pleno. El compartimento daba para seis camas agrupadas en dos literas, descarnadamente aprovechado el escaso espacio. El tren arrancó y a mi propia oscuridad se fueron sumando rostros desconocidos que surgían en la penumbra, brasas furtivas de cigarrillos y murmullos roncos e ininteligibles. Un bocadillo y un refresco que mi estómago cerrado se negó a terminar y se hizo el silencio en aquella diminuta estancia.
Arrebujado en mi catre sentía una enorme congoja, una suerte de miedo terrible que pugnaba por traspasar mi piel y adueñarse de mí. Sólo rompía aquel silencio algún ronquido furtivo de mis desconocidos compañeros de habitáculo. Serían ya las dos o las tres de la madrugada cuando escuché unas voces alegres y escandalosas que llegaban del exterior. No podía dormir de todos modos, así que me levanté y recorrí el angosto pasillo acompañado tan sólo por el juego de luces y sombras que desfilaban, fugaces y tenebrosas, por las ventanillas polvorientas del tren.
El descansillo entre los dos vagones oscilaba terriblemente a cada curva. El fuelle de goma que recubría su interior se contraía y ensanchaba como si diera sus últimas bocanadas y sobre la plataforma tres legionarios intentaban mantener el equilibrio más que de sus propios cuerpos de las cervezas que sostenían con asombrosa habilidad. En realidad yo no podía verlas, pero sí escuchaba la veloz sucesión de efervescencias que emanaban de las latas al abrirse, una tras otra. Sus cabezas afeitadas se recortaban sobre la tenue luz naranja de servicio del vagón contiguo. No me atreví a interrumpirles pasando entre ellos, así que me hice el disimulado haciendo como que miraba por la ventana. Uno de ellos hablaba más que ninguno. Al principio no entendí lo que decía, pero al poco sus palabras se fueron aislando del sordo traqueteo del aquel viejo tren y traslucieron con nitidez la historia que narraba a sus compañeros. Cuando finalizó no pude evitar una amarga sonrisa recordando a quien –más tarde lo supe- pasó mi primera noche fuera de casa llorando desconsolada. Pero al mismo tiempo, aquel jodío lejía y su historia destrozaron mi pueril temor a lo desconocido y me enseñaron sin aditivos y en pocos segundos lo que nadie volvió a explicarme en los nueve meses siguientes: que hasta en el más ruin buscavidas se esconde un hálito de humanidad.
Contaba el legionario cómo un compañero destinado en la almeriense Brigada Rey Alfonso XIII llevaba mal lo de la vida militar. Desesperado, urdió una treta para poder salir de allí. Anunció al Cabo de Guardia que su padre había muerto. Rápidamente y por conducto reglamentario se notificó el deceso y le fueron concedidos quince días de permiso para soportar el duelo. Unas palabras de afectado consuelo y al soldado no le volvieron a ver el pelo durante esa quincena.
De regreso al cuartel la cosa empeoró. Ahora ya conocía las mieles de la libertad, del amor libre y de las venéreas, así que ni corto ni perezoso acudió de nuevo al cabo con la misma historia.“S´a muerto mi padre”, narraba con burlón dramatismo el legionario del tren. Eran muchos en la compañía y el cabo no dio muestras de recordarle. Nueva transmisión del deceso, repetidas palabras de afectado consuelo y otros quince días de gañote para el soldadito. Así hasta seis veces.
Pero, por aquello de no abusar, el legionario empezó a pensar si no iba siendo hora de cambiar la cantinela, conque decidió sustituir el cadáver. Esta vez la muerta sería la madre. Afectuosas palmadas, sentidos pésames y otros quince días de libertad. Ya de vuelta al cuartel, el lejía se frotaba las manos. Y volvió a la carga. “S´a muerto mi madre, mi cabo”, lloraba el perla ante el Cabo de Guardia justo un segundo antes de que la Policía Militar lo cogiera por los hombros y cumpliera tres meses de arresto en el calabozo.
– ¡¿Pero por qué?! -clamaba el milico embustero- ¡¿Se traga usted la historia de mi padre y la de mi madre no?!
– ¡Firmes y no blasfemes, legionario! –ordenó el cabo mientras daba una calada al Ducados y observaba el lento ascenso de las volutas de humo blanco-. Y para la próxima vez apréndete bien la lección: padres los que quieras pero madre sólo hay una.