Obra: La ciudad y los perros
Autor: Mario Vargas Llosa
Año de publicación: 1963
Ocurrió durante uno de mis viajes a Madrid. Viajaba de pie en el Metro cuando descubrí a mi espalda uno de esos cartelitos adheridos a la pared de los vagones con el pretexto de fomentar la literatura.
“Comencé a escribir La ciudad y los perros en el otoño de 1958, en Madrid, en una taberna de la calle Menéndez y Pelayo llamada El Jute, y la terminé en el invierno de 1961, en una buhardilla de París (…)”. De esta manera su autor, el peruano Mario Vargas Llosa, narraba el periplo que supuso el parto de su primera novela. El texto continuaba, pero para entonces yo maldije el haber llegado tan pronto a mi destino. Me había atrapado no ya la historia, que no conocía, sino el relato del andamiaje sobre el que se asienta la creación de una novela. Cuando abandoné el subterráneo, las calles de Madrid sólo eran rutas hacia cualquier librería que pudiera saciar mi curiosidad insatisfecha. He de confesar que por aquél entonces con el Nobel peruano me pasaba lo mismo que a Sofía Mazagatos: le seguía mucho pero aún no había leído nada de él. Hasta que el resto de la historia llegó a mis manos.
Todo en esa novela parecía difícil. Empecemos por la escritura. Así lo expresaba su autor en una carta escrita en 1959 a Abelardo Oquendo:
“En la novela avanzo y me retuerzo. Me cuesta mucho trabajo… Me paso horas enteras corrigiendo una página o tratando de cerrar un diálogo y de pronto me lanzo a escribir sin parar una docena de páginas. No tengo la menor idea acerca de cómo está saliendo, pero me siento embriagado. Escribir es lo único realmente apasionante que existe”
Descubrir estas palabras resultó vital para mí. El fracaso, la mediocridad, la aceptación o la consagración han de cimentarse necesariamente en la misma raíz: el esfuerzo, el sacrificio y la constancia. La abnegada dedicación del escritor que en su elegida soledad se desespera por la coma innecesaria, la palabra adecuada y la expresión perfecta.
Pero una vez terminada, el escritor peruano se lanzó a la búsqueda de un título adecuado que la definiera y a la vez fuera capaz de soportar la enormidad, y a un tiempo la dureza, de la historia que contenían sus páginas. Comenzó llamándola La morada del héroe, y más tarde Los impostores, pero fue su amigo, el crítico José Miguel Oviedo el que, tras alguna tentativa fallida, le sugirió La ciudad y los perros, título que finalmente adoptó para la novela.
Tras diversos intentos, el manuscrito de 1200 páginas fue a parar a manos del editor catalán Carlos Barral quien, a pesar de haber recibido demoledoras críticas sobre ella, sugirió a Vargas Llosa que la presentara al Premio Biblioteca Breve, que ganó merecidamente. Así, en 1963, la editorial Seix Barral, sorteando con habilidad la censura franquista, logró la publicación en España de la primera novela de Mario Vargas Llosa. Además, fue galardonada por el Premio de la Crítica Española y estuvo a punto de ganar el Premio Prix Formentor, que perdió por un solo voto. Ha sido traducida a decenas de idiomas.
La ciudad y los perros es la historia de un grupo de alumnos del Colegio Militar Leoncio Prado, situado en La Perla, Provincia Constitucional del Callao, Perú. La formación secundaria que allí se da incluye los cursos de tercero, cuarto y quinto año. Perroses el apodo que reciben los cadetes novatos de tercer año. La trama se basa en una profusión notable de personajes cuyas vidas se entrecruzan entre sí. Es una historia sórdida, abandonada a la soledad que aúna las acciones duras y descabelladas con los enormes monólogos interiores de algunos de sus protagonistas. El Poeta, el Jaguar, el Esclavo,… todos ellos son simples alumnos con un pasado y un presente tan distinto que a pesar de dormir en literas pegadas las unas a la otras, están separados por abismos insondables que les pondrán a prueba y llegarán a cobrarse el honor, la moral, la libertad y e incluso la vida de uno de ellos. Desde los fríos amaneceres ambientados en la sempiterna niebla que cubre siempre el colegio junto al mar, narrados con tal habilidad por Vargas Llosa que logra inocular en el lector la sensación amarga de tener que pasar un nuevo día en el centro castrense, hasta las noches inútilmente controladas por la férrea guardia de los soldados de la Prevención y que son en realidad los únicos momentos del día en que los alumnos se liberan de su inhibición y se constituyen en fieros luchadores, hábiles jugadores o escritores inmorales lo mismo de cartas por encargo para las novias que aguardan en sus ciudades de origen que de textos eróticos que logran aliviar la soledad de un pelotón de hormonas encerradas y uniformadas. Una novela eminentemente simbolista, aunque con trazas realistas, costumbristas y urbanas. Una nomenclatura perfecta de palabras tersas, apagadas, rebeldes y chillonas que consiguen dibujar un lienzo tan irregular y apasionado como los fantasmas que aguardan apostados en el fondo de cada una de nuestras vidas.
Gustave Flaubert decía que para leer hay que tener verdadero talento. Tal vez por esta razón, cuando terminé de leer la novela una tarde de septiembre me sentí emocionado. No por haber descubierto por fin su resolución sino porque sus últimas frases nos colocan ante un espejo de dos imágenes. La primera, la íntima humillación de un lector confundido durante toda la narración. La segunda, el orgullo de haber sido engañado por la maestría de un Vargas Llosa que logra llevarnos de la mano hasta descubrir a un personaje narrador que en mi candidez jamás habría deducido. Aunque afortunadamente tampoco estuve sólo en esto. Me reservaré los detalles para no estropear el final a quien aún no haya disfrutado de esta magnífica historia, pero durante una visita que el escritor realizó en México a un crítico francés, éste le comentó que se sentía fascinado por la acción que uno de los personajes de la novela había realizado. El autor le aclaró que en realidad no era esa acción y sí otra la que el personaje había cometido, respondiéndole el crítico: “Usted se equivoca. Usted no entiende su novela”. A pesar de que, con posterioridad, Vargas Llosa confesó haber escrito esa trama según su propio criterio, también comprendió la maravillosa revelación que nos ofrece la literatura: En realidad nadie lee el mismo libro, cada cual vive la historia a su manera. La magia de la creación literaria se da cuando la verdad del lector importa más que la del escritor. Ahí es cuando la obra adopta una vida propia.