BENDITOS PERROS. MALDITOS PERROS.
(Fotografía obra y cortesía de Raúl – @iblis76. Mi admiración y más sincero agradecimiento).
Debe de tener siete años, ocho a lo sumo. Pero su cuerpecito parece capaz de albergar toda la ilusión del mundo. Su padre intenta cogerle la mano sin éxito, pues el chiquillo no para de corretear por el camino de tierra, presa de un júbilo infantil que muy pocos son capaces de comprender. Se detienen ante la verja oxidada y una joven pelirroja sale a recibirles. Es atractiva, con una sonrisa amplia y fresca, la misma con la que asiste a los saltos y brincos del zagal que mira a su alrededor sin saber cuál de todas las direcciones posibles tomar. Con esa ternura sedante que sólo una mujer hermosa por dentro sabe inocular, sus manos delgadas rodean sus hombros y los tres se dirigen hacia un pequeño chamizo del que brota una caótica sinfonía de ladridos.
No es eso lo que buscan, comenta el padre con una mueca de desencanto. Demasiado grande éste. Demasiado peludo aquél. Nada que hacer. Siguen recorriendo las diferentes estancias con idéntico resultado. Hasta que por fin la joven se muerde una uña, nerviosa y dubitativa, sin decidirse a mostrárselo a los recién llegados. Vino en mal estado, tiene un carácter difícil pero en el fondo es muy bueno, tal vez con el tiempo… La amalgama de excusas sigue brotando de sus trémulos labios para presentarles al último de los refugiados. El perrillo no tiene raza, es un chucho cualquiera. En su morrete canoso convergen dos ojillos atemorizados que transmiten su temblor al resto del cuerpo. Nada más acercarse a él, el can lame desaforadamente la mano del niño, en un desesperado intento por apaciguar la forma humana que reconoce como la autora pretérita de tantas palizas y aún más dolor. Pero todo parece ir bien hasta que los deditos del chico rozan involuntariamente el lomo del animal, que se retuerce emitiendo un gañido. Apenas hay pelo en ese costado de color extraño. En su piel todavía resultan visibles las quemaduras que su anterior dueño le causó no hace mucho cuando le ató a un árbol, roció su enclenque figura con medio litro de gasolina y le prendió fuego acercándole una colilla. Al menos se hizo justicia, piensa la pelirroja, también con ese tajante coraje que sólo la mujer posee, y un guardia civil fuera de servicio pilló en el ajo al cabrón, aplicándole un juicio rápido con toda la contundencia legal de la que fueron capaces sus manos.
El niño abre mucho los ojos, fijos ahora en su padre, esperando un veredicto indulgente. Los dos adultos están pensando lo mismo: será caro el tratamiento, difícil resocializarlo y con suerte sobrevivirá un par de años más, a lo sumo. Pero ya es demasiado tarde. Todos los pretextos han perdido su utilidad, y Canelo, o Lucky, o como quiera que ahora se llame su nuevo amigo, abandona el refugio para animales estrenando la correíta que el zagal compró hace más de tres meses para cuando llegara el ansiado momento.
El sol del invernal mediodía brilla en lo alto y el padre camina llevando de la mano a un hijo que, aún sin saberlo, ya no es el mismo que cuando entró. Porque de allí ha salido más maduro y adulto, asumidos una responsabilidad y un compromiso afectivo que durarán el resto de su vida. Los ojillos del animal que ahora le escrutan, temerosos e ignorantes de su propia suerte, pronto serán los autores de una mirada fiel y constante, a prueba de estados de ánimo. Cuando esos mismos ojos sean pasto de la tierra y el polvo, cuando los ecos domésticos de sus jadeos y ladridos se hayan extinguido para siempre y sus juguetes floten, huérfanos y desolados, sobre las baldosas de la habitación vacía, seguirán ahí buscándole, comprendiéndole, amándole. Claro que para entonces él se habrá convertido en un hombre fuerte, no necesariamente de físico pero sí de carácter, sabedor del significado de la amistad, el sacrificio por el compañero, el amor sobre todo a cambio de nada y el dolor por la pérdida del más fiel camarada. El mismo dolor que le hará jurarse a sí mismo no volver a cobijar a ningún otro perro, promesa que muy pronto incumplirá, abriendo de nuevo las puertas de su hogar y su alma a un nuevo amigo junto al que envejecerá. Y con el paso del tiempo, contemplado desde los años y la distancia, un día cualquiera se acercará a él y le rascará la oreja, logrando esquivar los lametones pero no su mirada, la misma que le hará preguntarse si no hubiera sido mejor no conocer jamás la alegría para, a cambio, no tener que descubrir la tristeza. Y mientras piense sobre todo esto, concluirá: Benditos perros. Malditos perros.