ESA PEQUEÑA CORSARIA
Existen hábitos que me resulta imprescindible retomar de vez en cuando. Usanzas que, no por entrenadas a diario, me hacen olvidar a otras idénticas que disparan mis alarmas cuando compruebo que empiezan a alejarse demasiado. Y una de ellas es observar.
Me hallo sumergido en pleno proceso de escritura de una novela, lo que conlleva desarrollar hasta extremos insospechados el instinto de observación. Como todo instinto, el acto de observar se vuelve involuntario, sustraído completamente a la intención o consciencia del observador. Desde el primer párpado que se despega por las mañanas hasta el último y cansado suspiro que se exhala al anochecer, la única labor relevante que tengo delante de mí es acechar con ojos escrutadores el mundo que me rodea. Rincones, sonidos, miradas, visajes,…, cualquier cosa, por rutinaria que sea, es susceptible de pasar a engrosar el imaginario andamiaje que va configurándose en mi cerebro y que terminará por volcarse –debidamente corregido y, en numerosas ocasiones, mutilado- en forma de tinta y palabras sobre las hojas de papel impresas.
Así pues, en esta etapa de mi vida, observar se ha convertido en una tarea tan imprescindible como obligatoria. Una suerte de rutina sin la cual me hallaría desposeído del más elemental de los recursos que son necesarios para construir una historia. El problema resulta cuando observar por obligación empieza a sustituir al hacerlo por mero placer, y eso es algo a lo que en modo alguno estoy dispuesto a renunciar. Lo que me sucedió hace unos días es una buena prueba de ello.
No había terminado de abandonar la fría seguridad de mi portal cuando, al poner un pie sobre la acera, una criatura de unos nueve años impactó contra mis piernas. Iba corriendo, así que supongo que ambos debimos dar gracias al grueso abrigo que me protegía del frío invernal por amortiguar el golpe. Cuando me recompuse miré al chaval, cuyas gafitas redondas de pasta naranja habían quedado descolocadas de extraña manera sobre su carita enrojecida. Entonces me di cuenta de que no era un niño, sino una niña. Me había despistado el pañuelo de colorines que cubría su cabecita calva, la cual había levantado para mirarme con la incertidumbre de quien no sabe si a continuación vendrá una sonrisa de disculpa o la tormenta en forma de bronca monumental. Pero a pesar de su juventud, en su infantil rostro me pareció detectar algún que otro kilómetro recorrido, lo que me hizo suponer que a broncas ya estaba acostumbrada. Me decanté, pues, por la primera opción. Me correspondió con una sonrisa que iluminó su cara de joven corsaria, momento en el cual sus ojos volvieron al suelo, buscando el objeto que nuestro fortuito encuentro había arrebatado de sus manos. El mismo que yo ya había recogido apresuradamente y ahora sostenía en mis manos. “El Principito”, leí en su portada. Era una versión de bolsillo, de la editorial Publimexi. En su interior, concretamente en la primera página, una mano firme y comercial había escrito a lápiz el precio estimado para ese ejemplar: 3 euros.
– ¿Lo has leído? – pregunté mientras se lo devolvía.
Los ojos de la pequeña me estudiaron con cierta ansiedad. ¿Y éste de que va?, debió pensar antes de darme una respuesta. Pero supongo que llegó a la misma conclusión que yo: me la debía, aunque sólo fuera por el golpe.
– Sí – murmuró.
– ¿Y qué parte te ha gustado más?
La niña parpadeó un par de veces antes de hojear con rapidez el pequeño libro. Al cabo de unos segundos, con la sonrisa de quien encuentra un tesoro, lo sostuvo con ambas manos y me lo acercó a la cara, abierto de par en par.
– ¡Esto! –exclamó.
Leí las palabras que su escuálido dedo me señalaba. Eran breves, me bastó un vistazo, y cuando terminé de hacerlo asentí con la cabeza pero esta vez sin ganas de sonreír. Como si mi gesto se le hubiera antojado una señal convenida, la niña me dijo adiós y continuó su atolondrada carrera hasta perderse calle abajo.
Sería estupendo, pensé, que esa cría viva lo suficiente como para convertirse en una joven culta, guapa e intrépida. Que sepa navegar entre océanos de literatura. Que con los años pase de releer “El Principito” a conquistar “El guardián entre el centeno”, y luego bucee, si sabe aguantar la respiración, entre las simas de “La metamorfosis”. Alguien a quien nadie libre de vivir sus primeros y necesarios desengaños. Que asuma lecciones que sólo se aprenden de madrugada, abrazada a sus propias rodillas, mientras a su lado duerma ajeno el perfecto extraño en el que de pronto se haya convertido el príncipe azul que había creído conocer, o que un día vuelva a sostener en sus manos el pañuelo arrugado que un día cubrió los efectos de su enfermedad y decida entregar media vida ayudando a aquellos que en ese momento teman en juego la suya. Sería estupendo, pero no sé si sucederá.
No he vuelto a encontrarme con ella y no sé si lo volveré a hacer. Tal vez lo suyo no fuera tan grave, y su torpe vitalidad constituyera el mejor síntoma de que todo va a salir bien. A estas alturas de la película conozco perfectamente dónde se encuentran las palabras ánimo, esperanzao deseo en el diccionario, pero confieso que me resulta cada vez más difícil buscarlas. La vida va cubriendo de polvo y mugre ciertos vocabularios, y hace ya mucho tiempo que dejé de creer en los cuentos de hadas. En resumen, ignoro si tarde o temprano se cumplirá ese miserable pronóstico de que los angelitos vuelven al cielo o si, felizmente, todo saldrá bien y la pesadilla quedará atrás; pero al menos, me digo, a pesar de su breve existencia, a esa niña ya le ha dado tiempo a comprender el sentido de las palabras que aquella mañana me mostró subrayadas a lápiz. Las mismas que hoy, sentado en mi despacho mientras tecleo estas líneas, aún me resultan vetadas y que ahora que vuelvo a pensar en ella parece estar dirigiéndomelas a mí: “Cuando te hayas consolado (uno siempre termina por consolarse), te alegrarás de haberme conocido”.