Con el transporte público urbano pasa lo que con los primeros amores. Todas las promesas iniciales de las administraciones implicadas (más vehículos, mayor frecuencia de paso y ese avance tecnológico que consiste en un sintetizador de voz anunciando serena e impersonalmente la siguiente parada, y al que por cierto odio con toda mi alma) finalmente quedan en nada y uno acaba por rendirse al pragmatismo de lo cotidiano, que consiste en utilizar el vehículo particular para todo. Pero siempre gusta recordar aquellas ingenuas esperanzas.
Por eso hoy en día conservo la costumbre de coger mi mochila y mis cuadernos, tomar de vez en cuando uno de esos enormes vehículos rojos y dejarme llevar al centro de la ciudad para pasar el resto del día paseando por sus calles, visitando librerías y urdiendo, transformadas sobre el papel, las historias cotidianas que contemplo a través de los cristales de cualquier cafetería. Algunas de esas historias comienzan, precisamente, en un autobús.
Treinta y tantos años, rostros somnolientos y ataviados con traje y corbata. Lo mismo eran comerciales de cualquier empresa que ejecutivos en prácticas de una aseguradora, qué sé yo. Se sentaron delante de mí justo cuando el autobús arrancaba de nuevo. El de la izquierda miraba por la ventanilla, tal vez presintiendo la lluvia con la que el día plomizo nos amenazaba.
– ¿Está muy lejos el centro? –preguntó con un deje de fastidio-. Tengo hambre.
El otro –un tipo pelirrojo y delgaducho- andaba enfrascado en su teléfono móvil. Clic, clic, clic. Desde mi asiento escuchaba el sonido apagado de las teclas cediendo bajo la presión de sus ágiles dedos.
– A unos veinte minutos –dijo al fin-. ¿Dónde vamos a almorzar?
– Conozco un lugar, cerca de la Estación del Norte. Tiene terraza y se puede fumar.
El autobús enfiló una avenida cuyo nombre nunca recuerdo. Nada más girar, en una de las paradas, un hombre negro subió y se sentó delante, en uno de esos asientos bajos que miran hacia el final del vehículo, quedando enfrentado a los dos jóvenes trajeados. Calculen la tesitura: alto, corpulento, con no menos de quince sombreros de paja sobre la cabeza y portando una bandeja de madera repleta de gafas de sol a cada cual más hortera. Ya le había visto antes de subir, en la parada, sonriendo mientras ofrecía su mercancía a los viandantes, que la rechazaban con un gesto amable de su mano. Lo que no podía ver era la cara de mi vecino del asiento delantero izquierdo, pero el contrariado chasquido de sus labios llegó hasta mis oídos.
– ¿Qué pasa? –le preguntó el pelirrojo, dejando de prestar atención al aparatejo.
Su compañero no respondió. Se limitó a levantar el mentón en dirección al asiento del recién llegado.
– Míralo. Están por todas partes y aquí ya no cabe un parado más.
– Ya –secundó el otro-. Siempre dando por culo con cachivaches que no interesan más que a los borrachos en las fiestas del pueblo.
– Que yo no tengo nada en contra de ellos, ojo, pero es que al final terminamos por pagárselo todo nosotros. La vivienda, la sanidad,… ¿Cuánto puede ganar al día ese hombre? No tiene que vender sombreros ni nada para poder comer un simple bocadillo. Seguro que lo que le falta para vivir lo saca de algún otro lado. Y no limpiamente.
Por ese instinto que concede a cualquier ser humano el detectar que están hablando de él, el vendedor levantó de pronto la vista hacia ellos, que apartaron la suya con disimulo. Al fin y al cabo eran casi dos metros de maromo, debió pensar mi indignado paisano. A ver si no le iba a gustar la alusión y tenían verbena.
– Además –continuó en voz baja una vez que el africano se hubo olvidado de ellos-, ¿qué podemos esperar de su cultura? No tienen principios, modales ni educación. En fin, que toca aguantarlos, macho. Vaya mierda de política de inmigración.
Faltaban un par de paradas para llegar al centro cuando se abrió la puerta una vez más y, tras salvar con dificultad dos escalones y pagar su billete, entró una abuelilla menuda y enjuta. El autobús iba hasta los topes y, ante la ausencia de ofrecimientos para que reposara sus vetustas caderas en cualquier silla delantera, la anciana decidió permanecer de pie, resignada, en medio de aquel pasillo. Pero no habían transcurrido ni quince segundos –el tiempo que tardó en darse cuenta de la situación- cuando el mercader de piel de ébano se levantó apresuradamente y le cedió su asiento. Sus dientes amarillentos asomaron entre sus labios correspondiendo con una amplia sonrisa al tímido gracias de la pasajera.
El autobús quedó prácticamente vacío al llegar a la Estación del Norte. También era mi parada. Mis vecinos bajaron delante de mí y, ya en la calle, todavía alcancé a escuchar las últimas palabras de su conversación.
– Bueno, ¿almorzamos o qué? –preguntó el pelirrojo.
– No tío, déjalo. Ya no me apetece.
Ambos torcieron la siguiente esquina con paso cansado. Yo permanecí allí, sobre la acera, contemplando la hermosa fachada de la Estación del Norte que había quedado descubierta por la silueta del autobús que ya se alejaba. Pensando que si algo tengo claro en mi particular novela, que ya dura casi treinta y cinco años, es que ningún personaje, no importa si es principal o secundario, es bueno o malo del todo. Que no hay venerables santos ni perfectos hijos de puta. Que los problemas se deben afrontar desde esta perspectiva y no con la demagogia y el populismo que nos caracteriza. Y que en temas de inmigración no nos puede el racismo más que a nuestros ilustres primos africanos en sus respectivos países. Sólo cambian las circunstancias, pero la materia prima de la que estamos hechos es igual de imperfecta. Lo que sí aprendí aquella mañana es cómo un hombre, cuando menos lo espera, puede sentir su conciencia empachada y perder repentinamente el hambre después de comerse sus propias palabras.