LOS GRILLOS Y HEMINGWAY
Me lo imagino a media tarde, el aire cálido, pendiente de los últimos coletazos de luz vespertina. Haciendo un alto en el teclear de la máquina de escribir mientras dos dedos de su mano izquierda se pasean por una antigua cicatriz en la pierna. Sus labios se tuercen en un gesto de dolor que al instante abre paso a una resignada sonrisa. Vuelve a revivir el momento exacto del golpe contra el suelo, tras la cornada; de la voltereta en el aire no guarda ningún recuerdo. Los nervios o el vino, quién sabe. El caso es que esa indeleble marca en su piel y en su memoria es el punto de partida para describir al personaje que hace días bosquejó en su cabeza. Un tipo joven, bebedor, norteado, apasionado de los encierros que visita por vez primera Pamplona. Toma otro trago de aguardiente y vuelve a posar sus gruesos dedos sobre las teclas. Los mira. Tiene las uñas sucias. Nada que no arregle una buena ducha. Pero eso será más tarde, al anochecer. Comienza a teclear de nuevo. Diez o doce pulsaciones y pausa. Así una tentativa tras otra, fiel a su estilo telegráfico, duro, directo, sin proposiciones subordinadas ni giros argumentales que heredó de su profesión periodística y que tantas críticas negativas le ha procurado por parte de sus contemporáneos. Que soy un mal escritor, dicen, murmura chasqueando los labios.
Vuelve a detenerse y presiona la cicatriz, esta vez un poco más fuerte. Otro rictus, otra sonrisa, y vuelta a escribir. Sabe que no posee la portentosa imaginación que otros escritores de su tiempo dominan, y a quienes basta para inventar mundos e historias legendarios sin necesidad de alejarse ni un solo metro de sus escritorios. Recuerdo entonces una fotografía suya en blanco negro, encarando un objetivo desconocido con una escopeta de doble cañón, muy parecida a la que usó para quitarse la vida al amanecer del 2 de julio de 1961, y en la que se aprecia un detalle que para muchos suele pasar desapercibido: tiene ambos ojos abiertos, un gesto propio de alguien diestro en el manejo de armas, del cazador experto que sabe lo que se hace. Por eso solo escribe sobre lo que ha vivido. No le faltan experiencias: conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, periodista destacado en nuestra Guerra Civil o apasionado protagonista de encierros y capeas en su querida España. Todas ellas recuerda y todas ellas se palpa cuando dibuja con palabras la preocupación que ante su más que probable muerte siente Robert Jordan en “Por quién doblan las campanas” o la ciega rebeldía ante la derrota de Santiago, el anciano pescador de “El viejo y el mar”, novela corta que le valió el Premio Pulitzer en 1953.
Posa la mirada sobre el vaso de cristal de la mesa, considerando tomar otro trago. El aguardiente ya no proyecta reflejos color ámbar sobre la madera, lo que significa que el sol terminó de ocultarse. Por hoy ya es suficiente. Se levanta trabajosamente de la silla y sus fuertes manos aferran la máquina de escribir para llevarla adentro. Pero antes de desaparecer por la puerta vuelve su cabeza un instante, atraído por el canto de los grillos. No sabe por qué pero al escucharlos no puede evitar pensar en la muerte. Esa que siente tan cerca, temida y consoladora a la vez, y que le viene rondando desde su infancia. Su último vistazo a la campiña nocturna le hace recordar las palabras de John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están doblando por ti”.
Tengo treinta y cinco años, decenas de miles de palabras escritas y amigos, más que lectores. No es un mal promedio. Son esos amigos precisamente los que se atreven, se dignan o se arriesgan a leerme, y cuando eso sucede, sus críticas se instalan en mi cabeza como el chirrido de un grillo machacón que me alerta de faltas u olvidos tan involuntarios como imperdonables. Solo así se explica que estas palabras sobre Ernest Hemingway lleguen tan tarde, alejados irremisiblemente en el tiempo sus amados sanfermines, y que sobre mi conciencia literaria caigan los ojos torvos cargados de dura melancolía de quien, tal y como confesó a Ava Gadner, se pasó la vida matando animales para evitar matarse a sí mismo, aunque al final no lo consiguiera. Como sospecho que tal vez jamás conseguiré ser tan mal escritor como él.