POR LA PUERTA DE ATRÁS
En días como este me pregunto si merece la pena tener perro. Ya lo he expresado de un modo u otro en anteriores artículos pero al final, seamos realistas, las palabras no consuelan de esta triste sensación que me invade. Son ya casi doce años y los achaques han dicho “hola muy buenas”. Nadie lo diría por su aspecto, pero Yelko empieza a perder salud y facultades, como cualquier abuelo que ya acumula demasiados kilómetros en la mochila. Tendrían que verlo: es hermoso, grande y de rostro sereno. Con ese punto cabrón que todos los cocker spaniel color canela exhiben cuando les pisan un terreno que consideran propio. Para eso es muy suyo. Tan suyo como que apenas había cumplido un año de edad cuando ya era carne de matadero. Pertenecía a una señora mayor que vivía en una gran finca, rodeada de perros de los cuales no quedaba uno que no se hubiera enzarzado con él por un quítame allá esas pajas y la inyección empezaba a ser una alternativa a las facturas veterinarias que se acumulaban. Hasta que un día, por casualidad, los ojos negros del camorrista se cruzaron con los bellísimos azules de la mujer con la que comparto mi vida y a partir de ahí comenzaron juntos una aventura a la que años después tuve la suerte de unirme.
Iba a escribir que Yelko trabajó durante diez años para, pero he comprendido que la preposición correcta era en la Policía. A decir verdad, para quienes ha currado durante esa larga década ha sido para todos nosotros. Para tantas madres que no sufrieron la pérdida del hijo amado por sobredosis de heroína o jóvenes que no habrán de soportar un mal viaje por cocaína adulterada. Dramas ciudadanos derivados de unas drogas que su fino olfato detectó a tiempo en incontables madrugadas sin una sola queja, sin exigir vacaciones ni días moscosos y siempre bajo la atenta mirada de los hermosos ojos de una profesional que hoy destilan un brillo amargo y desencantado por su precipitada despedida.
Porque Yelko se ha jubilado aunque él no lo sabe. No hubo reloj, ni placa, ni siquiera una palmada en el lomo para agradecerle los servicios prestados. Mantenerle lo que le quede de vida en unas dignas condiciones suponía un tratamiento caro, así que tras los pertinentes informes veterinarios el adiós de la administración se materializó en una llamada telefónica con forma de voz burocrática negándole cualquier asistencia y ofreciendo, a modo de limosna, lo que se atrevieron a calificar como “eutanasia humanitaria”. Ahí tienen su recompensa.
En ese aspecto otros países nos llevan la palma. Reconocen que un perro que ha dado toda su vida por el bien de la sociedad detectando drogas, explosivos o moribundos en una catástrofe es un compañero más. Un tipo al que, además de homenajes y solemnidades, se le debe un mínimo de lealtad. Porque saben como nadie que respetándole en realidad se respetan a sí mismos como policías y como personas. Aquí en cambio parecemos empeñados en reducirlos a una mera utilidad que cuando deja de cumplir su función es desechada sin más, obviando su pasado, su dignidad y, lo que ya es difícil, créanme, su mirada.
De cualquier manera hoy ya es un gruñón retirado que comparte mis rutinas literarias bajo la mesa del despacho, enredado entre mis piernas. Pero hay ciertos días en los que de pronto alza la cabeza sin motivo aparente y se queda muy quieto, expectante, venteando la mezcolanza de olores que desde el patio de luces penetran por la ventana mientras sus ojos oscuros se pierden en la lejanía de la pared, como si aguardara el instante en el que su guía le hará una señal para comenzar el rastreo. Algo que nunca volverá a suceder. Intento calmarle acariciando su frondoso manto de pelo y se vuelve a mirarme con esa mezcla de dulce desconcierto. Y es entonces cuando comprendo por qué ha merecido la pena tenerlo. Porque el día que exhale su último suspiro serán nuestras manos las últimas que sienta y el amor de nuestros ojos lo último que vea, sin la miserable complicidad de una administración que se apresura a eliminarlos al mínimo contratiempo. Porque la corta biología de los perros nos obliga a un cursillo acelerado de vida: el flechazo de la primera mirada, la cría del cachorro, el peso de una responsabilidad cotidiana plagada de buenos y malos momentos y, por fin, la inevitable despedida. Una existencia condensada en una sola de nuestras décadas, a través de la cual nos acompañan para ayudarnos a sobrellevar y hasta a redimirnos de nuestras miserias humanas, propias y ajenas. Porque haciendo ese pacto sagrado con ellos nos concedemos la oportunidad de ser -justo al contrario de lo que les pasa a quienes se empeñan en darles la espalda- un poco menos hijos de puta.