TE JURO QUE NO LO PARECE
Te juro que no lo parece.
Tienes el mismo rostro, idénticos gestos. La misma sonrisa desenfadada que siempre me hizo pensar que ninguna desgracia o reproche podían afectarte. Esa que, cuando brota, te hace arrugar los ojillos azules hasta quedar sepultados por un instante en tus párpados sobrecargados de años. Pero es solo eso, un instante. Luego vuelven a resurgir, esquivando el abrazo de la cansada piel para brotar con la expresión de quien mira el mundo por primera vez, de quien tiene todo por aprender aún.
En serio que no lo parece.
Por más que tus hijos me lo repitan, sus caras tristes mirando al suelo para que no les vea llorar. Dicen, ya ves, que de pronto y sin motivo aparente has comenzado a olvidar. Que será cosa de días, tal vez meses, ni siquiera años, cuando el último de tus recuerdos se habrá extinguido para siempre. ¿Cómo es posible?, me pregunto. ¿A dónde irán tus consejos, tu música, tu literatura? ¿A dónde el enorme cariño que desprendías por todos cuantos hemos sido alguien en tu vida? Es tan difícil aceptar que todo eso se perderá, irá a la nada, se borrará del mundo exterior para desintegrarse dentro de ti.
Pero de veras que no lo parece.
Ya no es que hayas olvidado nombres, caras y parentescos. Es que las enfermeras intentan volver a enseñarte aquello que tú a su vez enseñaste a tus vástagos hace décadas, colmada de amor y paciencia. Comer, beber, peinarte… Las más simples acciones son ahora complicadas maniobras en la batalla que tras la intacta serenidad de tu rostro se está librando y que habrá de acabar con tu memoria marchita. Conforme vayan pasando las lunas, te irás arropando en tu desmemoria hasta olvidarte del propio olvido. Te apagarás como la llama que se consume entre dulces estertores hasta que tu mente sea una esponja dolorosamente hueca, vacía.
¿Y luego qué? No lo sabes. Yo tampoco. Puede que ninguno de los dos queramos averiguarlo. Lo único que me consuela es que, al menos, ya nunca volverás a sentir nostalgia. Algo me dice que hasta el momento final mantendrás esa sonrisa mansa, y que cualquiera que camine por los alrededores de la residencia, en uno de esos paseos al atardecer que alivian el temprano calor de este junio, al girar la cabeza te divisará a través de la verja, allá a lo lejos, sentada en el jardín, sola. Y que al mirarte mirará tu rostro, y tu boca dibujando una incomprensible felicidad, y luego continuará su camino siendo el mismo, pero en cierto modo distinto.
En absoluto parece que en breve te marcharás. Ni siquiera sé cuándo lo harás. Por eso camino todos los días alrededor de la verja, mirándote, mirándome tú, sin comprender ninguno de los dos por qué lo hacemos. Tú, sentada, plácida, sonriente. Yo, pasándome torpemente la mano sobre mi corto pelo y ajustándome una y otra vez el cuello de la camisa, en un vano intento por acicalarme por si un día, en algún momento mágico, brevísimo e imposible, volvieras a reconocerme otra vez.