Si en algo somos expertos los seres, llamémonos, humanos es en no dejar pasar un día sin cometer alguna salvajada que con el devenir de los años puede que lleguemos a conmemorar. Y para esto no hay excepciones: las pasiones, la política o la religión; cualquier pretexto es bueno cuando de perpetrar la atrocidad de la jornada se trata.
En lo que a este artículo se refiere no he tenido que rebuscar mucho. Bastó con abrir Internet para almorzarme con la cuidada puesta en escena de un tipo —presunto espía sirio— al que los terroristas de esta nueva era que se hacen llamar Estado Islámico obligaban a confesar sus culpas ante la cámara para, a continuación, ponerle a excavar en medio del desierto un agujero de dimensiones suficientes para albergar su cadáver antes de ser decapitado en seco.
A ver, no es que el video en cuestión me haya producido una impresión más grave que otros de similar calaña que los medios de comunicación han puesto ante mis ojos. Eso es, precisamente, lo dramático del asunto, en parte. Que, nos guste más o menos, estemos o no dispuestos a admitirlo, un mismo estímulo repetido muchas veces acaba por volvernos espeluznantemente inmunes al sufrimiento ajeno. Tanto y tan peligrosamente que, de permanecer impávidos ante ese drama, en poco tiempo puede dejar de ser ajeno para convertirse en propio. Y ahí el sonido de la cuchilla les aseguro que nos sonará bien distinto.
Pero a lo que iba: esos fanáticos llevan tanto tiempo nutriéndonos de horrendos documentales, lo mismo sobre el desprecio a la vida humana en según qué latitudes como de la indolencia de ciertos gobiernos cuando el problema se ve muy de lejos —y no les digo si en el desierto de autos no hay hidrocarburos que rascar—, que no debería haber removido mi conciencia más de lo que a cualquiera. Lo que me llama la atención es que el condenado a una muerte que sabe segura —él mismo la anuncia en la entrevista previa a su sacrificio— se preste a esa escenificación en la que, a todo color y en alta definición, cava su propia tumba y protagoniza un video desde varios encuadres y planos que posteriormente será montado y exhibido como parte de una promoción que el EI ha sabido reinventar como nadie.
No dejo de preguntármelo. ¿Qué pensaría ese pobre hombre durante los eternos minutos que le costó cavar su sepultura? ¿Cómo pudo mantener la tranquilidad, es más, la cordura para coordinar sus propios movimientos y que no le fallaran las fuerzas ante una tarea tan fatigosa? ¿Habrían parado la grabación en algún momento para cambiar de plano? ¿Le darían agua para mitigar la que sería su última sed mientras tanto? ¿Le consolarían de algún modo en sus lógicos momentos de flaqueza? Es algo en lo que pienso continuamente. Cuánta violencia hace falta para provocar una indefensión que anestesie no ya un intento de rebelión ante tus ejecutores sino una mínima dignidad por la cual, aun sabiendo que tu espeluznante final es inevitable, evite servirles en bandeja una puesta en escena que tanta notoriedad les dará a ellos como de poco te servirá a ti. Claro que en cualquier pestilente miseria no faltan palmeros. En nuestra experiencia autóctona con el terrorismo nos volvimos diestros en eso. Ya saben: algo habrá hecho, la culpa es de Occidente, están desesperados y por eso no tienen más alternativa que coger las armas para defenderse… La misma milonga comprensiva y equidistante con forma de cuña que apuntala el escalón justo que los despreciables asesinos siempre necesitarán para abordar el barco de nuestra acomodada civilización.
Por mi parte tengo claro qué haré cuando los divise en lontananza. Pero si aun así tengo el día tonto y me cazan, y les juro que no es chulería, no pienso darles el gustazo de prestarme al rodaje del último día de mi vida. Entiéndanme, no es cosa de ponerse soberbio. Supongo que cuando me toque adivinar mi destino sufriré como un cabrón sólo de pensar en los rostros y en el recuerdo de las personas a las que amo alejándose para siempre. Pero de ahí a colaborar con esa panda de bárbaros en su proyecto de marketing y terror sudando la gota gorda va un trecho. De la tajadura de pescuezo no me libraré, pero ya que soy yo el que lo pone que al menos sean ellos los que doblen el espinazo. O dicho de otro modo: que mi tumba la excave su puta madre.