UN TIPO GRIS
Diez de la noche. A medio café de máquina escucha el crepitar de la radio. Afina el oído y entre el bullicio del vestuario acierta a escuchar su indicativo. Un hombre descamisado y fuera de sí está haciendo aspavientos en una azotea. Tal vez otro gilipollas de farra esta noche de jueves. Quizá un suicida. Piensa esto último y nota el ligero temblor de la mano que sostiene la cucharilla. Echa un vistazo furtivo a su compañero, pero no se ha dado cuenta. En el fondo, se sorprende de que todavía le ocurra. No es que sean muchos años, pero a los treinta y tantos ya son varias las suelas gastadas pateando la calle. La puta calle. Ha visto de todo, y sabe que aún le queda mucho por ver. Bueno y malo, aunque más de lo segundo que de lo otro. Y eso que las broncas y peleas, un navajazo a destiempo –siempre lo son-, las esperas junto a cadáveres con el duelo de curiosos y vecinos como improvisadas plañideras cotillas, la angustia cuando la voz, habitualmente despreocupada y tranquila, de algún compañero de turno, se vuelve agitada pidiendo apoyo por la radio, etcétera, forjan una costra serena y amarga que filtra toda la mierda que observa durante su servicio y fuera de él. Pero dejan su huella. Y se cobran su precio.Lucha a diario por no embrutecerse, por no perder la paciencia, aunque le resulta difícil. Jodidamente difícil. No venía en los libros la falta de respeto del ciudadano hacia el uniforme, la ausencia de normas, los “¿y a mí por qué?, ¡no sabes con quién estás hablando!”, en boca de zagales en cuyo DNI reza una fecha de nacimiento posterior a los Juegos Olímpicos. Los papás que tildan de chiquilladas cuando los angelitos les lanzan botellas los sábados por la noche, y en comisaría, en vez de caérseles el alma a los pies ante cualquier delito cometido por su hijo, les sube a la boca una indignación, un “esto no puede ser”, y el eterno “deme su número de placa”, como si eso pudiera amedrentarle.
Está a punto de cerrar la puerta de la taquilla cuando ladea la cabeza y se mira al espejo. Tres o cuatro canas nuevas. A saber. Ni siquiera merece la pena rememorar la intervención que pudo causarlas. Tal vez para evitar que fluya por estas líneas.
Es lo que tiene esta profesión –concluye-, que te acostumbras a sufrir. Dentro y fuera. Hace poco descubrieron que Jorge, el mayor, es diabético. Y como la noche del apagón fue recién estrenado el verano, cuando Marieta nazca el año que viene, no vendrá con los cuatrocientos euros bajo el brazo. Pero bueno, él es uno de esos funcionarios malévolos que gana dinero a espuertas, y con los 91 euros que le descuentan del sueldo (al fin y al cabo, unos calzoncillos de seda nuevos para el político de turno), ahora sus amigos le apodan el SEAT. Por lo de 1400. Se acuerda del chiste, y sonríe.
Alberto es policía. Se ajusta la bota derecha, respira y recuerda para lo que está, para lo que juró su cargo, y reza procurando no olvidar nunca esforzarse para que, al menos esta noche, en su turno, en su guardia, esa persona anónima esté más segura. Y el click de la hebilla del cinturón es el primer latido nocturno de un tipo gris, uno más entre tantos policías que, a pesar de la mierda de batalla diaria, de la falta de apoyo y de las estrecheces a finales y a principios de mes, sigue recordando aquella frase que leyó una vez, no recuerda dónde, pero que permanece indeleble en su mente: “Que el mal triunfe es fácil. Basta con que los hombres de bien no hagan nada”.
gris dices, puede… pese a todo tus historias cotidianas están llenas de un realismo entre nebuloso y poético.
Siempre tocas parte del alma…