El viejo se mesa la barba, revolviéndose incómodo en su asiento. Ya pasa de los setenta años y se siente cansado de cuerpo y espíritu. Pero no es eso lo que en realidad le perturba. Es su conciencia, falta de reflejos, la que le está consumiendo. Puede que haya servido de algo ante los demás, pero desde luego no para él, el arrepentimiento público que expresó hace pocos días por haber apoyado la sublevación de los fascistas contra la II República. Esos hombres enérgicos, tal vez algo autoritarios, en los que él creía haber visto a los regeneradores que encauzarían la terrible deriva que había tomado el país, se han revelado como salvajes ególatras cuya única intención parece la de querer aniquilar a todo el que no piense como ellos. Y, como siempre ocurre en estos casos, sus contrarios, fieles reflejos de su odio devorador, han comenzado a emplear los mismos métodos criminales y homicidas para defender el bando de su ideología republicana. Un recuerdo amargo aldabea de pronto la puerta de su memoria: hace días que no sabe nada de su buen amigo, el pastor anglicano Atilino Coco, condenado a morir fusilado por sus creencias religiosas. Agita la cabeza intentando alejar ese pensamiento, pero la realidad a la que regresa no resulta mucho más amable.
Un par de sillas más allá, sentado en el mismo estrado que él preside con ocasión del acto de apertura del curso académico, y que coincide con el Día de la Raza, el profesor don Francisco Maldonado está terminando su discurso. Sus palabras cargadas de veneno resuenan todavía entre el público del Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Cataluña y País Vasco, ha dicho, son cánceres de la nación que el fascismo, cirujano sanador de España, libre de falsos sentimentalismos, sabrá cómo exterminar, cortando en la carne viva.
No hables, Miguel, que nos conocemos, se repite a sí mismo mientras disimula su contrariedad haciendo como que toma notas en un cuaderno. Pero apenas ha terminado el profesor Maldonado su perorata cuando alguien grita, desde el fondo de la sala, “¡Viva la muerte!”. En un rincón del estrado, junto a las cortinas de terciopelo rojo, un soldado dormita, ajeno a todo aquello, con un fusil en su regazo. Está allí para acompañar y proteger al hombre tuerto, manco y con el rostro amargado que acaba de ponerse en pie.
– ¡España! –grita, exaltado, el general Millán-Astray.
– ¡Una! –responde al unísono el auditorio.
– ¡España!
– ¡Grande!
– ¡España!
– ¡Libre!
La madera del Paraninfo retumba bajo el tronar de los vítores y aplausos del público. El anciano profesor continúa garabateando el cuaderno. Se quita las gafitas redondas y con dos dedos aprieta la piel de su ceño, marcada por el fino metal de la montura. Por fin ha llegado el silencio, pero no dura demasiado. El ruido de la pluma del viejo cayendo pesadamente sobre las hojas lo quebranta.
– Estáis esperando mis palabras –dice, levantándose lentamente-. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso (por llamarlo de algún modo) del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir lo mismo. El señor obispo –señala al tembloroso prelado de Salamanca, que aguarda en su asiento-, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis…
La tensión es insostenible. Millán-Astray golpea repetidas veces con fuerza el estrado mientras pregunta en voz alta: “¡¿Puedo hablar?! ¡¿Puedo hablar?!”, hasta que, fuera de sí, se levanta y exclama:
– ¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!
Más gritos y vivas a España arropan al general que acaba de cuadrarse, incapaz de seguir hablando debido a la excitación, al tiempo que su escolta presenta armas. Al poco vuelve el mortal silencio. El anciano sigue en pie, imperturbable.
– Acabo de oír el necrófilo e insensato grito «¡Viva la muerte!». Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esta superioridad de espíritu es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor. El general Millán Astray desea crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso quisiera una España mutilada…
Millán-Astray no puede más, y ya fuera de sí grita:
– ¡Viva la muerte! ¡Muera la intelectualidad traidora!
Pero el viejo Rector de la universidad aparenta no haber escuchado esas últimas palabras. Tan sólo le dirige una fugaz ojeada antes de continuar.
– Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.
El Paraninfo se viene abajo. Los congregados insultan a un anciano Miguel de Unamuno, e incluso algunos de los presentes empuñan sus armas dispuestos a terminar con la vida de aquel vasco de izquierdas que creían hasta hace unos minutos un aliado del alzamiento nacional. Pero de pronto siente su brazo sujeto por una mano tan frágil como decidida. Se trata de Carmen Polo, mujer de Francisco Franco, en cuya representación ha acudido al acto. Junto al Obispo de Salamanca, ambos escoltan al viejo Rector hasta el coche para sacarlo de allí mientras son rodeados por una multitud que alza la mano derecha y entona consignas fascistas.
El 12 de octubre de 1936, la intransigencia y la muerte se dieron la mano disfrazadas de una ideología de derechas. Hoy, se siguen cancelando actos en universidades y fundaciones a causa de la coactiva y mutilada democracia de un fanatismo intolerante que ahora viste ropajes teñidos de una presunta izquierda y emplea argumentos basados en guillotinas o en incendiar las Cortes Generales, todo ello en medio del cómplice silencio de muchos agentes sociales. Vencer mucho y convencer poco, tan poco como lo que hemos aprendido en estos setenta y seis años.
(El discurso pronunciado por Miguel de Unamuno está basado en la versión narrada por el historiador Hugh Thomas en su libro «La Guerra Civil Española» (1978) Ed. Grijalbo).