EL HIJO DEL ÁRBOL NO ESCRITO
Se lo escuché cantar a Silvio Rodríguez hace ya demasiados años. Sin hijo, ni árbol, ni libro. Y así, en mi adolescencia tardía se rompía en añicos aquella máxima que hasta entonces yo juzgaba imprescindible: para tener una vida plena hay que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Luego los años, las huellas y las sombras de esas mismas huellas se
encargaron, unas veces de pulverizar y otras tan sólo de arrugar y lanzar a un rincón oscuro en espera de volver a ser rescatados, otros tantos ideales y verdades que siempre creí, o creímos, inalterables.
Libramos pocas batallas juntos. Lo cierto es que prácticamente ninguna, más allá de los meses en los que compartimos agobios y esperanzas como estudiantes de aquello a lo que con todas nuestras fuerzas aspirábamos a ser, y tu período de prácticas -ya ves, por aquel entonces tú alumno y yo veterano- antes de que te embarcaras profesionalmente en tu aventura definitiva.
Coincidimos poco, y por eso pocas son las cosas que recuerdo de ti, aunque muy claras. Tu carácter afable y al mismo tiempo exigente, sobre todo contigo mismo. Tu piel enrojecida y tu apariencia -fíjate que escribí apariencia- débil. Siempre uno más, tenías esa rara e infrecuente vocación por esta profesión, que te otorgaba un mohín infantil y apasionado cada vez que hablabas de nuestra labor diaria. A pesar de tu proverbial memoria, anotabas cada detalle y, si hacía falta explicarte algo, bastaba con una sola vez. Sin excepciones. Por esa misma razón, cómo recuerdo tu expresión de desconcierto cuando algo no se ajustaba a la idea que tú ya tenías concebida y preparada meticulosamente antes de cada jornada. Pero daba igual, porque eras Joaquín.
Insisto en que puede ser que el tiempo nos diera la oportunidad de luchar juntos en muchas más batallas, pero la vida y sus circunstancias nos lo negaron, pasando de ese modo desapercibidos los seis años siguientes, en los que -lo confieso- ya habías dejado de ser alguien a quien dedicara un pensamiento cotidiano, aunque tu figura y tu recuerdo siempre estuvieran ahí.
Te has muerto, Joaquín. No sé cuánto duró tu enfermedad pero sospecho que fue a traición, como en tantas otras ocasiones, y desconozco también si tuviste tiempo y fuerzas para despedirte de quienes te querían. Pero para mí te has muerto sin avisar. Y enterarme de tu repentina y eterna ausencia no por una voz que me lo anunciara con calidez o frialdad, lo mismo da, sino leyéndola en un mensaje de texto tan bien intencionado como impersonal ha tornado aún más helado mi dolor.
Dolor por aprender de nuevo una lección ya aprendida: que al carajo los planes, los mañanas y los destinos, que no importa todo el esfuerzo y la ilusión que pusieras para llegar hasta donde habías llegado, ni si debías tanto o aquello de hipoteca o si llevabas mil momentos esperando el momento oportuno para atreverte a hacer lo que quiera que fuese. Dolor porque ahora tú formas parte de esa indeleble colección de retratos cuyos ojos quedan para siempre fijos en nuestro cogote, con su mirada alentadora o reprobadora, según con qué pie se levante nuestra conciencia ese día. Dolor porque no importa cuántas veces nos juremos que no vamos a volver a repetir el mismo error de siempre, que vamos a coger ese teléfono y congraciarnos con los ausentes voluntarios de nuestras vidas, porque una y otra vez lo cometemos. Tú eres la prueba.
No sé si tuviste un hijo, si habías plantado un árbol en tus queridas Málaga o Granada, o si escribiste un libro. Ahora ya no parece importar nada, como nada pude añadir a tu vida ni a tu muerte. Tan sólo ofrecerte, sin que tú puedas saberlo, la convicción de un último pensamiento exento de planes y de curiosidad por qué será ya de tu vida o en qué ciudad vivirás. Un único pensamiento, pero un pensamiento, ahora sí, eterno e imborrable el que recordará siempre a alguien -los que te conocimos lo sabemos- que fue, por encima de todas sus virtudes como profesional y como ser humano, sencillamente, una buena persona.
Hasta siempre, Joaquín.
Nuestra vida está programada. Llenamos los días de planes para el futuro, sin darnos cuenta que esos mismos días se nos pierden. Pensamos que seremos eternos para hacer esto o aquello, porque siempre vemos el largo plazo como el mejor momento para hacer tal cosa o tal otra.
Pero la vida pasa, las personas entran y salen de nuestras vidas sin que, en muchos casos, lleguemos a conocerlas realmente.
La vida es así Rubén, es algo efímero que va llenando de recuerdos nuestra mente. Y es en esos recuerdos cuando realmente conocemos a las personas que nos han acompañado mientras hemos vivido.
Un abrazo 😉