LA MUJER DEL PRIMERO DE MAYO
Lisboa amanece todo lo alegre que puede permitirse una ciudad como ella. El ahogado sonsonete de los coches circulando sobre el empedrado se confunde con el sonido de un fado que sale de una pastelería cercana. El olor a ternura y a harina caliente me va arrancando a empujones del sueño que me acompaña a cada paso, de camino a un compromiso profesional. Es en el último tramo de la calle, antes de llegar a mi
destino, donde la veo por primera vez. De pie, sobre la acera, junto a la puerta color verde gastado de una discreta casa, la mujer que fuma con los brazos cruzados posa sus ojos azules en mí. Es sólo un instante, el necesario para comprobar que aquel joven delgado que avanza rápido hacia donde ella aguarda no representa una amenaza. Cuando la sobrepaso me fijo en su rostro. Es bonita, sin demasiadas contemplaciones. Chupa con una calma agitada el cigarrillo mientras sus ojos persiguen cualquier detalle del entorno no más de un par de segundos. En ellos se reflejan muchos kilómetros recorridos y otros tantos tiros pegados. Parece acostumbrada a la intensa brevedad de acomodarse en todos sin entregarse a nadie. Sigo mi camino y, cuando me he alejado varios metros, giro la cabeza hacia atrás y la sorprendo mirándome. Se corrige inmediatamente y eleva sus ojos hacia el Puente del 25 de Abril, que cruza justo sobre nuestras cabezas.
A partir de ese momento, cada mañana se sucede la misma rutina. No falla. A la misma hora en el mismo lugar. Sus labios ansiosos apuran el cigarrillo para encender otro a continuación, supongo. Jamás me quedo a comprobarlo. Hasta ese momento, siempre había creído que todas las miradas unen. Excepto la suya. Es una mirada de alambre de espino, de línea de fuego, de sala de espera antes de las malas noticias. Cada vez que me aproximo por la acera sus ojos azules se tornan más fríos, separadores, dominantes de su territorio, de su escaso metro cuadrado a la puerta de esa vivienda.
El destino juega con azares tan cotidianos que no reparamos en ellos. Llegado el viernes, último día de mi estancia en la ciudad, me quedo dormido. Un café rápido y salgo corriendo del hotel para llegar lo antes posible a donde me esperan. Paso por el lugar unos veinte minutos más tarde de lo que lo he venido haciendo durante los últimos cuatro días, y justo entonces todo parece distinto. El brillo dorado de los primeros rayos de sol resbala, cansado, cubriendo los adoquines de la calle. Los raíles del eléctrico reflejan los primeros bostezos de otro día en Lisboa. A ellos mira ahora distraídamente el hombre maduro y con traje sintético que está apoyado, cabizbajo, en el coche oscuro que se ha detenido justo a la puerta de la casa. Serviços Sociais, leo en un tarjetón sobre el parabrisas. El tipo parece impaciente, y en su cara de fastidio madrugador se trasluce su condición de funcionario gris que cumple una obligación como quien cumple un placer, sin ínfulas de sentimiento alguno. Por fin se levanta y, sacando las manos de los bolsillos, se acerca de malas formas hasta la mujer y le arranca al niño de unos seis o siete años que hasta ese momento ella cubría de besos y abrazos. Al hacerlo, sus zapatos pisan la colilla que todavía humea sobre la acera. Ya es tarde para cambiarme de acera, así que acelero y paso justo entre el coche y la casa. Esta vez no me mira. Sus ojos azules anegados en lágrimas no se apartan del niño que le dice adiós desde el coche. Conforme me alejo, escucho las últimas palabras que ella le grita: ¡Até logo, meu filho. Em breve estarei com mama novamente!
Entonces me detengo y cruzo la acera. Me paro en la puerta de la pastelería y me quedo mirándola. Sus ojos se mezclan con los míos y me parece advertir que el dolor que albergan se transforma de repente en cólera. Se da media vuelta y entra en la casa, dando un portazo.
Mi viernes se extingue a bordo del tren que me devuelve a casa. A mi lado, un anciano bonachón se empeña en contarme las buenas notas que su nieta ha obtenido en el final del curso. Pero yo sólo veo a través de mi ventanilla a esa mujer de ojos vivos y escrutadores que me observa desde los visillos descorridos de una modesta casa en el número cincuenta y tantos de la Rua Primeiro de Maio, preguntándose quién será en realidad ese tipo extraño y delgado que se empeña en mirarla cada mañana. Y desde mi asiento, en silencio, yo me pregunto exactamente lo mismo.
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