FRONTERAS CANIS
No sé cuántas fronteras conocen, pero yo algunas. Y qué quieren que les diga, nada es comparable con nuestro producto nacional. Spain is different, y todo eso. Desconozco si han visitado alguna vez –por poner sólo un ejemplo- el paso fronterizo de Beni Enzar, en Melilla. Resulta difícil creer que unos pocos metros de tierra puedan separar de tal modo no ya diferentes culturas, sino universos tan radicalmente opuestos. Mundos en los que a un lado de la valla –les reto a adivinar cuál- todo son garantías, agarres de salva sea la parte con papel de fumar y oenegés babeando a la espera de la foto sensacionalista del guardia echando la bronca al pobre Mohammed, mientras que al otro, los atropellos a los derechos humanos, las amenazas y las coacciones y algunos delitos de lesa humanidad están a la orden del día. Y todo con la deliberada ignorancia de las mencionadas organizaciones teóricamente no gubernamentales. Por algún extraño motivo, no interesa ni vende girar la cámara de vez en cuando ciento ochenta graditos, grado más, grado menos, para dejar constancia de lo que sucede en ese polvoriento pedazo de tierra. Pero de este tema ya charlaré otro día, con más tiempo y más ganas. Las fronteras a las que hoy vengo a referirme no son las físicas, sino las que dividen a una sociedad.
Sin abandonar la urbe melillense, es un viernes cualquiera, alrededor de las nueve de la noche. Atravieso la Plaza de España de camino a un restaurante cuando recuerdo que voy justo de dinero. La ciudad no es muy grande, así que no he recorrido ni dos manzanas cuando me doy de bruces con un cajero automático. Sorteo unos andamios colocados estratégicamente en la fachada del edificio que se alza sobre la entidad bancaria y, una vez frente a la maquinita, me dispongo a sacar la cartera de mi bolsillo cuando de pronto noto la acera temblar bajo mis pies. Desconcertado, giro mi cabeza hacia todos lados y hallo la respuesta en el coche que acaba de aparcar a mi espalda. No reconozco la marca, sólo el color naranja chillón de la carrocería y una especie de aleta que recorre casi todo el techo. De su interior emana un humillo con olor a jardín fresco, y cuyas volutas ascienden sacudidas por la música atronadora que sus altavoces escupen. No estoy muy al día, pero es algún tipo de flamenqui-pop-rock-fusión-reggaeton, con una melodía y composición cuidadas hasta el detalle. Entre los cañonazos sonoros de graves y agudos me parece escuchar cómo un tipo con la voz arrastrada menciona algo acerca de azotar lentamente a su perra hasta el amanecer contra una pared, o algo así.
Del interior del vehículo salen dos chicas y un chico, que sin apagar el motor ni la música se sientan sobre el capó. Portan dos vasos de plástico, de esos de a litro, y aunque les juro que mi capacidad literaria se queda corta para describir sus atuendos, no quiero que digan que no lo intenté. Allá voy. Ellas, cintufalda de ancho imposible, top negro escotado sujeto con corchetes, botas de pluma y chaleco de flecos color rosa fucsia, una, y verde pistacho, la otra. La cresta oxigenada del chico, los pantalones de pitillo negros y el plumas tipo edredón de un blanco inmaculado, completan la nueva colección otoño-invierno del catálogo de los perfectos canis. El chico mete la mano por la ventanilla y baja el volumen de la música. Sus dedos amarillentos por el tabaco están saturados de anillos de oro comprados al peso con las figuras más variopintas. Mis tímpanos agradecen el regalo en forma de silencio, pero cuando el sonido de su conversación llega a mis oídos empiezo a desear que vuelvan a subir el volumen. Hasta arriba, a ser posible.
Alcanzo a escuchar que el chico se llama “el Isra” y la tipa que tiene abrazada y a la que taladra a intervalos regulares con la lengua hasta la garganta responde por “la Vane”. De la tercera, la que sostiene los cubalitros, no he escuchado su nombre, pero tiene toda la pinta de llamarse Jenny. La conversación gira en torno a la situación laboral de los tres perlas, y está salpicada de pitis, saeh qué te quieoh disí, a la niniah no le vasila nadie y un sonoro “poh me comeh la pepitilla” que, tras un buen trago al cubalitro, la tal Vane suelta, acompañado de una carcajada que deja ver el piercing de su lengua configurando un perfecto tres en raya con los otros dos que rematan sus labios. El Isra afirma convencido que estudiar le raya, que pasa de buscar curro y que todo le suda la hortaliza brasicácea (no todo iba a ponérselo fácil: cúrrenselo un poco y esto último búsquenlo ustedes).
Terminado el alto en su camino, el trío resplandor regresa al coche. Al agacharse para entrar, la cintufalda de Jenny resbala hasta límites inconfesables y un “XuLah PoR SueRTe, VaSiLoNaH Ta La MueRTe” me saluda desde el tatuaje de su rabadilla. La música vuelve a sonar a toda pastilla y vuelvo a reconocer sin dudas al tipo de la voz arrastrada, que ya va por darle lo suyo a la misma perra y de paso a su prima, pero esta vez de manera sabrosona y sin anestesia. No acabo de entenderlo muy bien, la verdad. Se alejan por fin, dejándome sólo allí, indefenso ante mi conclusión de que tal vez no toda la sociedad, pero sí una parte significativa de ella, hace ya mucho tiempo que se fue al carajo. Y es que siempre existieron listos y tontos, currantes y vagos, pero nunca hubo tanto refuerzo, tanto aplauso enfervorecido ni tanto reírle la gracia a aquellos que no sólo se revuelcan en su propia ignorancia, sino que además alardean de ello, convencidos –y ahí está lo grave, que el tiempo les da la razón- de que tarde o temprano el Estado, el político de turno o las oenegés de cualquier pelaje se partirán la cara por ellos para evitarles el justo acto de tener que afrontar las consecuencias de sus deliberadas carencias, no ya en historia o en matemáticas, sino en valores o esfuerzo. Allí estarán los pobrecitos, con sus manos extendidas para recibir clemencia, comprensión y de paso subvenciones pagadas ya saben con qué, mientras que a esa mayoría de jóvenes estudiosos y formados, lejos de premiarles por su sacrificio y los años empleados, se les castiga con un pasaje sólo de ida a otros países donde al menos se les garantiza un puesto de trabajo, a cambio, como no, de exigirles en todos los aspectos. Justo lo contrario que en nuestra “VaSiLoNaH SpAnYa”.
Hay culpas de sobra para repartir. Desde nuestros legítimos representantes –algunos carentes de cualquier formación que no sea la de arrimarse al sillón de cuero-, pasando por ciertos medios de comunicación –no hace falta mencionar a qué programas culturales está abonado medio país-, y terminando por unos educadores que hace tiempo arrojaron lejos la toalla aunque sólo fuera para que los energúmenos y complacientes papaítos de las criaturas no les agredieran con ella. Pero el resultado será el mismo: un país en el que los preparados se marchan y los incultos y apesebrados se quedan para formar parte de todos los estamentos sociales, donde la cultura, el diálogo y el respeto a otras opiniones que es lo que debe configurar una democracia se sustituyen por la remuneración fácil, la satisfacción por la propia incultura y la intransigente violencia como modo de obtener aquello que se desea. Hay otras fronteras aparte de las que separan países: también las que dividen, injustamente, una sociedad.
En fin, ya se han marchado y el silencio ha vuelto a la esquina donde aún me encuentro, y aunque en mis oídos todavía rechina esa pseudo-jerga en la que se comunicaban los chavales, al introducir la tarjeta por la ranura me consuelo pensando que al menos siempre nos quedará ese lenguaje formal y educado que se gastan las entidades bancarias, aunque sólo sea para clavárnosla por la espalda y sin previo aviso. En ello me estoy deleitando cuando, una vez dentro la tarjeta, en la pantalla del cajero automático me da la bienvenida un actualizado, enrollado y corporativo: “OLA K ASE”.