QUÉ POCO HEMOS CAMBIADO
Francisco de Sandoval y Rojas era un tipo bastante insignificante. Poca cosa, para entendernos. Último eslabón de una familia de rancio abolengo endeudada hasta las cejas. Siendo un mozalbete conoció a otro joven de carácter tímido y retraído, solo que con la particularidad de que era hijo de Felipe II. Ya saben, el del imperio en el que nunca se ponía el sol. Total, que se hicieron bastante colegas hasta el punto de que el príncipe heredero le nombró gentilhombre de cámara. Pero ya por aquel entonces no fueron pocos los que intuyeron la excesiva influencia que el tal Francisco ejercía sobre el que habría de ser el futuro monarca, conque recomendaron a Felipe II que hiciera lo posible por alejarlo de la Corte y de paso de su nene. Así pues, fue nombrado Virrey de Valencia y enviado a degustar paellas y fideuá a los pies de las Torres de Serranos. No duró, sin embargo, más de dos años en ese puesto, regresando a Madrid donde, por influencia de su amiguito del alma, ya proclamado rey Felipe III, recibió el título de Duque de Lerma.
De modo que ya instalado cómodamente en la poltrona, lo demás le vino rodado. Nombramientos a dedo —principalmente entre familiares y amiguetes de turno—, manejo sin contemplaciones de ese dinero público que no es de nadie y, como remate de fiesta, el traslado de la corte madrileña a Valladolid, donde el duquesito (en eso estuvo fino, reconozcámoslo) se las apañó para vender unos terrenillos recién adquiridos, ahí es casualidad, por diez veces su valor a la ingente cantidad de cortesanos que se vieron obligados a desplazarse a la ciudad castellana para seguir estando cerca del rey. Vamos, lo que viene siendo la especulación urbanística en versión siglo XVII. Y ahí siguió el artista, gobernando en realidad y en la sombra los designios de aquella lejana España. A tal punto llegaba su poder que influyó decisivamente en dos de las decisiones más controvertidas de la época y que más quebraderos de cabeza trajeron al rey: la tregua de Amberes y la expulsión de los moriscos.
Mientras tanto, la esposa de Felipe III, la reina Margarita, le montaba el correspondiente pollo al regio calzonazos cada noche en la alcoba. Que si no me gustan un pelo tus amistades, que qué le has visto a ese tío, que parece él tu mujer y no yo… Y como quiera que la señora no recibía más que tímidos pretextos de su absorto esposo, se las arregló junto con su confesor fray Luis de Aliaga, entre otros, para que se iniciara una investigación que destapó la red que el Duque de Lerma había tejido a base de corrupción, nepotismo y chanchullos de todo tipo. De modo que cuando este vio cómo sus más cercanos colaboradores empezaban a caer bajo el peso de la justicia —sin ir más lejos su mano derecha, Rodrigo Calderón de Aranda, fue ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid, la del relaxing cup justamente—, movió sus últimas influencias tocando a las puertas de Roma hasta lograr ser nombrado cardenal, lo que le proporcionó la inmunidad religiosa que le libró de rendir cuentas y del áspero roce de la soga del verdugo en su cuello. Pero el pueblo llano, siempre resignado a la vez que coñón, se divertía tarareando una coplilla que rezaba: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado”.
Esto ha sido, a grandes rasgos, un pedazo de la historia de una España que aconteció hace más de trescientos años. Lo que no quiere decir que forme parte del pasado. Jueguen, si no, a cambiar al Duque de Lerma por cualquiera de los políticos o tipos cercanos a la realeza que trufan el panorama actual abriendo portadas y telediarios por causas de corrupción. Y ya puestos a estirar la cosa, prueben a extrapolar la inmunidad que daba el vestirse de colorado con un puesto, discúlpenme el ripio fácil, en el siempre socorrido Senado.