ANATOMÍA DE UNA NOVELA: LA AMBIENTACIÓN (HISTORIA DE UNA IGLESIA).
La vida nos impone desafíos. En la novela los planteamos nosotros.
Sólo la oscuridad contempla a Silvio y a Hugo dentro de la iglesia. A esas alturas del capítulo y de la trama ya debe estar claro el motivo por el que se encuentran allí durante una madrugada de primeros de abril, reducidos ahora a un par de sombras furtivas cuya única aspiración es la de no ser vistos ni oídos. Avanzan por separado, a distancia, pegados a la pared, notando cómo la arenilla del suelo rueda bajo las suelas de sus zapatos y rogando en lo más hondo de su ser que termine de extinguirse el delator y lastimero chirrido que emite la oxidada cancela de hierro de una de las capillas laterales al abrirla.
Ahora debo corregir lo que he dicho: no sólo la oscuridad les observa. Todo lector que sostenga entre sus manos el libro vive en ese momento refugiado dentro de esa misma negritud. Por eso, al igual que ocurre con los dos personajes, hay que ofrecerle un itinerario en la penumbra para que pueda recorrerlo con ellos, para que dude también sobre si debe girar a la izquierda o a la derecha y termine por hacer suya la inquietud que supone aceptar las consecuencias de la decisión que finalmente tomen. Ese es el desafío. Y un elemento fundamental para alcanzarlo es crear el ambiente adecuado, tarea que, entre otras cosas, se basa en una buena documentación.
Todo cuanto sucede lo hace siempre dentro de un contexto. Pero a diferencia de la vida, en la que prestar atención o no al ambiente que nos rodea suele ser un acto más o menos aleatorio, en una novela este hecho puede manejarse a voluntad. A lo largo de cada página, lo que el lector sabe es porque el escritor quiere contárselo. Eso implica dos cuestiones: que nada puede darse por sabido y que, al mismo tiempo, podemos destacar o disimular lo mismo sucesos importantes que nimios detalles según nos convenga. El misterio de la literatura llegará luego, cuando el lector interprete a su manera la historia que quisimos contarle.
Octubre de 2012. Estoy escribiendo la escena de la iglesia y necesito estar en ella y experimentar lo que se siente antes de que lo hagan Silvio y Hugo. Valencia, como tantas otras ciudades españolas, está plagada de templos cristianos, por lo que en un principio no debería costarme un gran esfuerzo dar con la adecuada. Consultado en el ordenador me decanto inicialmente por dos. La iglesia de Santa María del Mar y la de San Martín. Aunque muy diferentes entre sí, su aspecto interior es el que más encaja en la idea que ronda en mi cabeza para esa parte del capítulo. A pesar del otoño, la tarde se presenta calurosa. Cojo la mochila, la cámara de fotos y los cuadernos y me dirijo a la ciudad para poder estudiarlas con más detalle.
Una vez que he llegado hasta la parte final de la avenida del Puerto me encuentro con que la iglesia de Santa María del Mar está cerrada. Una lástima. Sin ser de gran tamaño, su avejentada fisonomía y la portada tardobarroca se parecen bastante a la imagen que me había formado para escribirla escena. Pero no hay nada más que hacer allí, al menos por hoy. Me traslado, pues, hasta la otra punta de la ciudad, en pleno casco histórico, y me adentro en el templo de San Martín. El interior es fascinante. Lo conocía por fotografías que había estudiado con anterioridad, pero ahora que estoy sentado en uno de los últimos bancos y puedo contemplar en silencio la nave central con las capillas laterales intento desalojar en mi imaginación a los escasos feligreses que a estas horas pululan por el lugar y entonces me parece experimentar en propia piel la desazón que habrán de sentir más tarde -mucho más tarde- Silvio y Hugo cuando vivan en su propia piel todo cuanto ha de acontecer allí.
Sin embargo, aunque me gusta el aspecto interior de la iglesia, lamentablemente no ocurre lo mismo con el exterior. No es así como aparece en mi cabeza. No puede ser así como se presente en la novela. Por diferentes motivos, ha de ser un templo alejado en la distancia y en el recuerdo, olvidado tanto por los feligreses como por los eclesiásticos encargados de su mantenimiento. Resulta imprescindible buscar otra apariencia al contenido que acabo de descubrir. Y parecía fácil escribir sobre una iglesia…
Es noche cerrada cuando vuelvo a casa. Entre la escritura de la mañana y la caminata vespertina considero que por hoy es suficiente. Concluyo resignado que me espera otra de esas noches de sueño inquieto. Suele sucederme cuando he de escribir al día siguiente y la escena aún no está preparada en mi cabeza. Todo ha de encajar: los personajes, los gestos, la acción… De no ser así, el proceso narrativo se vuelve mucho más incierto, y aunque al final siempre sale algo, la antesala de ese logro resulta particularmente insufrible.
Al día siguiente inicio la búsqueda de nuevo en internet. Fruto de mi insistencia y también de la casualidad encuentro esta interesante página http://www.jdiezarnal.com/, en la que su autor desgrana las características arquitectónicas de los principales monumentos religiosos de toda España. Al cabo de un rato encuentro la imagen perfecta.
Corresponde a la Catedral de Ibiza, que yo en la novela he rebautizado como la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Su emplazamiento está bastante aislado, al menos desde esa vertiente, debido -como tantos otros templos de la isla Pitiusa- a su origen como basílica defensiva, y su aspecto resulta desangelado. Es así como habrán de contemplarla los dos personajes cuando se aproximen a ella entre las sombras de la noche.
Ahora que mi mente y mis cuadernos están saturados de anotaciones toca la parte más difícil y a la vez más hermosa: escribir. Y es ahora también cuando hay que tener presente una premisa fundamental: documentarse ha de regirse siempre por ciertos límites. De lo contrario, corremos el riesgo de introducir con calzador tal profusión de datos que el lector olvide que está leyendo una novela y acabe creyendo que lo hace sobre un manual de bellas artes o de arquitectura. Una vez hallado ese equilibrio y permitidas ciertas licencias literarias -la iglesia de la novela es, en realidad, la conjunción de dos templos distintos, he reducido el número de capillas laterales para adaptarlas a la acción, cambiado el nombre de un santo e inventado un deterioro inexistente en los frescos de la bóveda, por poner sólo algunos ejemplos- será cuando, si logro el objetivo, de los pedazos de todas esas realidades que acabo de mencionar se habrá creado otra realidad bien distinta, pero tan cierta para el lector como ya lo es para mí. Porque, al fin y al cabo, como escribió Juan Carlos Onetti, ¿qué es la literatura sino mentir bien la verdad?