POR OCHENTA EUROS, PRIMO
“En una partida de póquer, si no descubres al tonto en la primera media hora de juego,
entonces el tonto eres tú”.
(Rounders)
Me estoy quedando sin batería en el móvil. No paran de llegarme mensajes poniendo el grito en el cielo porque un pobre chaval granadino, dicen, va a ingresar en prisión por haber defraudado ochenta eurillos de nada, hace ya la friolera de seis años, mientras los políticos corruptos siguen disfrutando de su libertad en la calle. A duras penas logro vencer la tentación de responder que si la resolución judicial sobre ese chico, y que presumo resultó más o menos sencilla de instruir, les ha parecido lenta, no sé cómo pueden esperar celeridad en casos de corrupción mucho más complejos de investigar. Pero a lo que vamos, como no sé a qué narices se refieren me da por enchufar la televisión y ahí está el susodicho, en directo y con pinganillo, rodeado de familiares lógicamente compungidos bajo los cuales yace un titular contundente: “A prisión por ochenta euros”.
Afino el oído y confirmo la historia que rula por ahí: seis años después de cometido el delito, con una vida personal y laboral solvente, el mozo está a las puertas de ingresar en el talego. A mayor abundamiento ―hoy tengo el cuerpo jurídico—, el susodicho utilizó una tarjeta de crédito falsa a su nombre que un buen amigo le había entregado, asegurándole que podía comprarse lo que quisiera con ella y que todo era legal. La cosa es que, una vez juzgado y condenado, solicitó el indulto, el cual fue denegado por el malévolo Consejo de Ministros, y ahora le toca pagar el peaje, como a todo reo. Arden, pues, las redes, los medios y las plataformas recolectoras de firmas ante tamaña injusticia.
Aparte del hecho de que aceptar una tarjeta a tu nombre para gastar cuanto quieras ya me parece de ser memo con balcones a la Alhambra, uno, que es de natural tocahuevos, aguafiestas o cabroncete, lo que prefieran, y que si algo aprendió del oficio es que en las prisiones parece haber más inocencia que en un jardín de infancia, prefiere profundizar en el asunto para ver si en sus cortas entendederas logra atisbar qué hay detrás de este drama. De modo que me bastan un par de horas de lectura judicial para concluir que ni mucho menos al tipo lo enchironan por tan ridícula cantidad, sino, agárrense, por tenencia de tarjetas de crédito destinada al tráfico y por estafa. Otro detallito es que al presunto robagallinas ―como han pretendido presentárnoslo— lo juzgó la Audiencia Nacional (tribunal competente en delitos económicos de especial gravedad, terrorismo o crimen organizado, ahí es nada), lo que ya debería ser por sí solo motivo suficiente para que nos temblara el párpado mientras venteamos el tufo a gato encerrado.
Yo comprendo que ver la vida a golpe de titular simplifica las cosas. Mucho más que desgranar las complejidades que habitan en veintiún folios de sentencia firme más los que ocupa el recurso de casación que su abogado presentó ante el Tribunal Supremo, cuyos magistrados, por cierto, tampoco se tragaron la milonga juvenil del pardillo engañado, y acabaron confirmando que el traje a rayas de la criatura tenía las medidas correctas. Lo que me lleva a concluir que hay demasiados primos dándosela de librepensadores mientras eligen, precisamente, el camino simplón de la indignación gratuita, en esta España en la que adoramos convertir en causa humanitaria cualquier patraña que escuchamos en la corrala.
Otra cosa distinta sería debatir si es justo o no que un hombre que delinquió hace seis años y con su vida rehecha deba ingresar en la cárcel a causa de un sistema judicial lento hasta la náusea, pero de ahí a hacernos comulgar con la rueda de molino de una presunta injusticia penal va un abismo intelectual cuyo extremo lo habitan aquellos que a manipular a la opinión pública con titulares falaces para obtener una compasión facilona lo llaman justicia, y a difundir toda la información del asunto para que cada cual saque sus propias conclusiones lo llaman ensañamiento.