Todo cazador suele serlo por parte de padre. No conozco ningún aficionado a la actividad cinegética que haya llegado a ella de manera espontánea. El gusto por la exploración, la paciencia para el rastreo y la persistencia en la búsqueda, amén de tener que venir de serie, se asientan definitivamente a base de contemplar durante interminables horas cómo el progenitor los aplica con el cotidiano empeño del que no sabe respirar sin vivir esa afición.
A mi memoria acuden recuerdos infantiles de las ocasiones en las que mi padre entraba en mi habitación, bañados sus ojos azules en la mezcla de alegría y codicia, sus labios finos arrugándose para formar un amago de sonrisa y sus manos blancas cediendo a las mías la pieza cobrada, inerme y carente de vida. Yo me limitaba a observarla, sin comprender muy bien el desaforado interés que mi padre sentía por aquellas cosas que a mí me resultaban tan indiferentes. Hasta que un día sucedió.
Una de aquellas piezas cobró de repente vida en mis propias manos. Sorprendido, corrí a refugiarme en un rincón y permanecí allí largo rato, devolviéndole la mirada mientras acariciaba delicadamente su lomo con mis dedos. Entonces descubrí que los ejemplares que mi padre se empeñaba en mostrarme siempre habían estado vivos. Así que desde ese día, aprovechando los ratos en que me quedaba solo, me dediqué a visitar a hurtadillas el mueble del salón donde los había ido colocando una vez preparados, para contemplarlos con detenimiento. Casi todos eran viejos. Algunos estaban sucios y harapientos, dispuestos en lo que a mí se me antojaba una anárquica formación. Yo caminaba de un extremo a otro de las estanterías, como si pasara revista, escrutándoles uno a uno, sin adivinar lo que sus hoscas apariencias ocultaban. Luego tocaba uno, lo tomaba y volvía a mi habitación, donde me abandonaba a su estudio. Unos me procuraban momentos de entusiasmo y diversión; otros, en cambio, me infundían un desasosiego cuyo poso tardaba horas, a veces días, en diluirse. Pero al fin y al cabo daba igual que gastara mi tiempo en compañía de Dumas, Twain, Delibes, Vargas Llosa o Kafka, la cuestión es que al fin entendí la viveza que se escondía en aquellos libros cuya búsqueda demandaba tantas horas de la vida de mi padre. Así fue como yo también me convertí en cazador.
A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de visitar innumerables lugares, llevado por el trabajo o por el simple gusto de hacerlo, y en ninguno he dejado de practicar la costumbre de agarrar mi mochila y lanzarme a recorrer callejuelas buscando librerías antiguas donde satisfacer la necesidad de hallar ese tesoro ansiado o esa edición en particular, enfrentándome siempre a la deliciosa incertidumbre de si hallaré lo que quiero o no. Bien es cierto que cada vez existen menos guaridas literarias dirigidas por libreros vocacionales que, tras atenderte y responder con paciencia a tus preguntas, te acompañan en la batida por sus dominios con la mirada alejada y respetuosa del que conoce su oficio y sabe que a partir de ahí el sufrimiento y el éxito son coto particular del ojeador. Esos lugares me resultan encantadoramente silenciosos, donde los cargamentos de papel y tinta conviven ordenados según el peculiar pero al mismo tiempo lógico criterio de sus dueños. Lugares donde se intuye que el libro que buscas aguarda escondido, esperando a que la sagacidad y la paciencia sean capaces de derrotarle. Recuerdo incluso una librería con su correspondiente gato descansando sobre una pila de viejos ejemplares del sistema educativo del siglo XIX. Pero desgraciadamente también me las he topado regentadas por simples mercaderes carentes de cultura y de interés por lo que custodian, y que se limitan a darte una tarjeta con la dirección de alguna página web escrita, con la esperanza de que encuentres allí lo que buscas y de paso les dejes en paz.
Pero eso no me desanima, al contrario. Un buen cazador de libros ha de ser ducho en todas las disciplinas. Debe saber rastrear entre signaturas y claves, bucear entre el polvo que cubre las letras olvidadas y, por qué no, saber batirse con otros tramperos a costa de la presa ansiada. Todo ello para experimentar la satisfacción del éxito cuando el libro capturado ya descansa en el interior de la mochila antes de despertar y transportar a su nuevo dueño a la particular visión de la realidad o la fantasía que el autor quiso recrear cuando lo escribió.
Después de todo lo dicho, puede que algunos se pregunten a qué viene el título de este artículo. Es fácil: el encanto de ser mercenario no obedece sino a que desde hace algún tiempo me dedico a regalar esa misma satisfacción a mi padre, a quien ya empiezan a sobrarle los años para viajar y no desaprovecha la ocasión de encargarme la búsqueda de algún libro antiguo que le gustaba especialmente o que, por contra, jamás tuvo la oportunidad de leer. Los dos últimos fueron “Sugerencias”, del jesuita Gar-Mar, el cual conseguí después de nueve meses y dieciséis librerías, y el “Diccionario Etimológico Latino-Español” de Raimundo de Miguel, en una edición de principios del siglo XX muy bien conservada. Y si, pese a todo, todavía hay quienes, consultando la segunda acepción del término “mercenario” en el Diccionario de la Real Academia, sigan sin entender por qué habría yo de encajar en la definición de un hombre “que percibe una paga por sus servicios”, les pido que piensen por un momento en la imagen de un anciano de ochenta y cuatro inviernos cuyas manos moteadas por los años y la experiencia reciben, agradecidas, el libro largamente deseado para retirarse al mismo rincón y sentarse en la misma butaca que le he visto ocupar desde que mis ojos se abrieron a la vida, deleitándose durante horas con ese mismo amago de sonrisa que la pasión por la literatura procura. Y ahora calculen si no es esa la mejor recompensa.