«ESTA ES MI LUCHA, PUTA»
Lo siento, pero no tengo el día para clases particulares. Aunque daría igual: no aprendes. Pese a las detenciones, a las condenas y a la cagalera superlativa que te acomete cuando, tras los golpes en la puerta, atisbas por la mirilla a unos tipos muy serios con cara de pocas tonterías que te explican a continuación por qué la policía está considerada la profesión más solitaria del mundo:
– Por favor, acompáñenos.
Meses más tarde volveré a verte en el telediario. En esa imagen fugaz de gorrioncillo agazapado bajo la capucha, consumido tu erróneo orgullo mientras huyes de las cámaras de televisión al salir del juzgado tras conocer la sentencia. Injurias, amenazas, apología del terrorismo… Tú sabrás lo que hiciste. El rabo entre las piernas y a casa, a pensarte mejor lo que escribas la próxima vez. Detrás de un teclado todo son risas. Luego, ante el estrado, llegan las diarreas.
Por otro lado, memorables las explicaciones que das para justificarte. “No era consciente de la repercusión de mis palabras”, “No quise ofenderle en ese sentido”, o la mejor que he escuchado hasta ahora a uno de tus compañeros de andanzas: “He comprendido que hay otras formas de lucha”. Esto último lo dijo aquel que insultó a la Delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, mandándola callar y llamándola puta. Otras formas de lucha, dice el polluelo. De modo que hemos de suponer que hasta ese momento tu primo estaba convencido de que llamar puta a una mujer es una forma de lucha. Pero no os culpo, en serio. Es lo que habéis mamado desde que os pusisteis frente a un ordenador por primera vez. La extendida paja mental de que los derechos —de los deberes ni hablamos— se basan en la impunidad más absoluta. Claro que siempre os quedará la embustera rabieta, repetida hasta la saciedad, de que la justicia os persigue por tener una cuenta en Twitter. Y es que no hay nada como inventarse enemigos para sentirse un valiente luchador donde no hay más que un niñato urbanita nostálgico —nostálgico sin haber cumplido los veinte, hay que joderse— de tiempos enterrados para cualquier ciudadano con dos dedos de frente. Así que lo siento, pero no cuela. Afirmar que pueden detenerte por escribir en las redes sociales equivale a creer que a Farruquito lo mandaron al talego simplemente por tener coche.
Tu libertad de expresión termina donde empieza el derecho al honor, a la intimidad o a la propia imagen de los demás. Conceptos jurídicos protegidos por una ley que seguramente desconoces, como desconoces cualquier otra cosa que no sea la clave de tu cuenta en Twitter. Mírate, si no, cuando alguien escribe las mismas salvajadas que tú pero referidas a los de tu grupo, ideología o partido. Entonces montas en cólera, pides cárcel —así sois los antisistema, siempre acudiendo al sistema— y hasta guillotina. De modo que elige: o todos contra todos, que esto se convierta en un campo de insultos, palizas y tiros y nos vayamos al carajo, o acepta que vives en una sociedad donde puedes escribir lo que te plazca pero luego has de apechugar con lo que venga, aunque sea bajo la capucha. Esas son las reglas, figura. De todos modos, si te persigue la policía, te acusa un fiscal y te condena un juez, háztelo mirar. Puede que seas tú el que va con el paso cambiado. Aunque ya no me extraña, a estas alturas. Si a algo nos hemos acostumbrado es a los revolucionarios de pacotilla. A tipos como tú. Tan valientes con las guillotinas y tan cobardes con las consecuencias de sus propios actos.