LA ESCARCHA DE LA MEMORIA
Sus ojillos contemplan ávidos cómo los míos recorren incansables los viejos lomos que pueblan las estanterías de la biblioteca. Auténticas joyas de la literatura dieciochesca se mezclan con viejos tratados de principios del siglo veinte sobre urbanismo y buenas costumbres que hoy parecen ya olvidadas. Nota en mis dedos el ligero temblor que imprime un delator tintineo al platillo y la taza donde se extinguen los posos de un amable café.
– ¿Sería posible conocer el pueblo? –pregunto.
El viejo se muerde los labios. Contempla los restos aún aprovechables de la colilla que se consume entre sus dedos nervudos, considerando la situación, para terminar aplastándola contra el cenicero y darse la vuelta con un gesto inequívoco de su mano.
Rubielos de Mora, Teruel. Por estas latitudes, el sol y los cantos de pájaros no son los mejores compañeros para un largo paseo. Justo al contrario, lo bueno del inmisericorde frío es que obliga a dosificar las palabras, ahorrando expresiones inútiles y comentarios corteses. De manera que cuando una boca se abre en medio del insufrible helor uno puede estar seguro de que lo que va a escuchar tiene su utilidad y su por qué. De eso trata hoy la cosa: de una conversación interesante y, por qué no, de un poco de historia.
Salimos a la calle y caminamos sobre el silencio que rompen los guijarros húmedos crujiendo bajo nuestros zapatos. La bufanda de lana me devuelve el tibio aliento de mi propia respiración y, enterrados entre la gorra y su chalina, los ojos de Mateo parecen más pequeños y ausentes que nunca. Es al llegar junto a un viejo portón de madera cuando lo señala con una mano y sus pupilas vuelven a arder de nuevo.
– ¿Por qué dos? –me pregunta.
Miro desconcertado ambos picaportes, uno a escaso metro y medio del suelo y el otro bastante más elevado, como a unos dos metros largos.
– ¿Por qué dos? –insiste. Y antes de que pueda responder, aclara:- Si el visitante era noble llegaba a caballo y utilizaba el llamador de arriba. Si, en cambio, era pobre, acudía a pie y tocaba el de abajo. Así, por el sonido, el servicio distinguía a la nobleza del pueblo llano y se daba más o menos prisa en abrir.
Seguimos nuestro paseo mientras medito sobre sus palabras y pareciéndome que Mateo sonríe ahora bajo su abrigo. Recorremos el sinuoso trazado de calles empedradas bajo faroles en cuyos techillos se alzan pequeñas figuras metálicas, todas distintas. Una silla con su guitarra, una guadaña, dos hombrecillos corriendo,… hasta llegar a la Iglesia de Santa María la Mayor, cuya silueta esbelta y lóbrega se recorta sobre el fragor de las luces rurales que el cielo encapotado refleja sobre el pueblo.
– ¿Te suena? –me dice elevando el mentón hacia la torre del campanario.
Entorno los ojos para estudiarla durante unos segundos, sin resultado.
– Se parece mucho a la de la iglesia de Llodio, en Álava –dice-. Es obra de un vasco, Pedro Embuesa. Figúrate si viajó lejos para construirla.
Sigo caminando y al cabo de varios metros me doy cuenta de que Mateo ya no me sigue. Giro mi cabeza y ahí está, en el mismo sitio, iluminado su rostro por los pequeños chasquidos del mechero con el que intenta prender otro cigarrillo. Cuando por fin lo consigue, vuelve a elevar la vista en dirección a la torre y exhala profundamente mientras su hálito asciende mezclado con el humo blanco y denso que sale de su garganta. En mi cabeza sigue rondándome una pregunta. ¿Cómo un pueblo tan diminuto alberga tantas casas señoriales? Se lo hago saber, da otra calada al cigarrillo y la risa le hace toser roncamente. Entonces, como si hubiera recordado algo súbitamente, llega hasta mí, me coge del brazo y recorremos algunas calles más hasta llegar al Ayuntamiento. Allí me muestra la escultura de hierro negro que nos observa desde el umbral.
– Ahí tienes la explicación –me dice-. Pedro IV, el del puñalico. Bajito y con mala leche, pero ¡ay amigo! Fue él quien nos otorgó el título de Villa hará unos setecientos años, y para repoblar la localidad la liberó de tributar impuestos. ¿Qué crees que hicieron los nobles? Venir en tromba y construir aquí sus palacetes. Los mismos que acabas de ver.
Cuando regresamos a casa, en el salón esperan Alfonsa y mis Ojos Azules. A pesar de la diferencia de edad y cada cual por sus razones, a Mateo y a mí nos resultan las mujeres más hermosas del mundo. Colgamos los abrigos en el perchero y tomamos asiento junto a ellas en la mesa camilla. Mi mujer me sonríe, y en sus enormes ojos se confunden el fulgor de la lumbre con el destello rojizo del vino que aún aguarda en su copa. Alfonsa no puede evitar echar otro vistazo a la foto de Javier, que asiste a la reunión con su eterna sonrisa en blanco y negro detenida tras el cristal del marco. Me quedo mirando a Mateo, su rostro fijo en el fuego, y pienso en todo lo que me ha ido contando durante la caminata. En que ya por aquel entonces los picaportes servían para dividir a las clases sociales; en iglesias aragonesas rematadas con fe y generosidad por vascos, antecesores de los mismos que ahora matan en su inventado nombre y memoria; en exenciones fiscales para ricos que hicieron de esta comarca el Eurovegas del siglo XIV. Y entonces comprendo lo que anda rondando por la cabeza del abuelo Mateo, que en ese momento le habla a su hijo difunto sin atreverse a mirarle a la cara. Si tú supieras… –le susurra-. Si tú supieras, desde que te moriste, hijo mío, lo poco que ha cambiado esta historia. Esta misma, mísera y puta historia…