ANATOMÍA DE UNA NOVELA: ANOTACIONES
Como todo idealista inmaduro, cuando comencé a escribir creía firmemente en la inspiración. Cualquier aficionado a cultivar una disciplina artística en su versión creativa ha sentido alguna vez el destello de ese pensamiento fortuito que se le antoja pulcro y rotundo, la semilla que más tarde habrá de germinar y alcanzar la forma de la idea perfecta. Pero eso, sencillamente, no basta.
La inspiración siempre es inoportuna. Una mirada fugaz en la calle, la conjunción de un olor con la melodía del hilo musical de la consulta médica o, simplemente, recuperar un presunto recuerdo, me obligan a menudo a buscar con desesperación cualquier soporte donde anotarlos para evitar que desaparezcan. Al principio sólo confiaba en mi memoria, pero los años me demostraron que es insuficiente, y que me resulta mucho más provechoso unirla a mi imaginación para que jueguen a deformarse mutuamente y así dotar de vida a lo que escribo. De este modo, quien visite mi despacho puede encontrar anotaciones en cualquier lugar imaginable. Sobrecillos de azúcar, resguardos de la compra, o pedazos de papel arrancados con la saña furibunda del escritor que teme ser despojado repentinamente por el olvido de la idea soñada. Muchas de esas líneas con cuerpo de tinta y grafía confusa no las he utilizado jamás, e incluso algunas de ellas, al ser consultadas de nuevo transcurridos más de quince años se me antojan absurdas e inconexas con nada de lo que haya escrito o desee escribir en la actualidad, lo que me lleva a concluir que la literatura, como las relaciones humanas, también tiene sus etapas, su momento, pasados los cuales nuestras percepciones dejan de tener sentido para ceder el paso a otras más coherentes con nuestros anhelos.
Uno de mis felices descubrimientos en el ámbito de la escritura han sido los cuadernos. Normalmente utilizo dos. El primero de ellos es de la marca Moleskine: pequeño, con las tapas de color negro y las hojas rayadas con una línea. Debido a su diseño extremadamente sencillo, está curtido en soportar los diferentes climas y ajetreos de los interminables viajes a los que mi trabajo me obliga. En él hago anotaciones sobre la novela que estoy escribiendo. Detalles, conjeturas, pequeños esbozos que son tachados, corregidos y ampliados una y otra vez, van devorando una a una sus diminutas páginas. El otro es un Paperblanks, con un diseño –como caracteriza a esta marca- mucho más cuidado. De tapa dura, inspirada en la encuadernación original de un libro de poesía británica, me acompaña prácticamente siempre, y en él voy depositando cuestiones más generales. Frases célebres e interesantes, párrafos de novelas que llamaron mi atención, ideas para alguna novela o simplemente técnicas literarias. Una particular mezcolanza que me depara muy buenos ratos de lectura o consulta. A modo de anécdota, es el cuaderno en el que anoté la cita de Santa Teresa de Jesús que me regaló Manolo, el camarero apasionado de la literatura que trabajaba en el buque que cubría el trayecto de Valencia a Palma de Mallorca y que inspiró mi artículo El camarero del Fortuny.
En fin, la literatura también tiene su punto de fetichismo, y a mí me resulta realmente grato conciliar ese deber que todo escritor asume de luchar contra el olvido y la desidia con el placer de sentir mi pluma serpenteando entre las hojas de unos cuadernos que espero poder releer pasados los años con la fruición que la distancia y la perspectiva de toda una vida se dignen a concederme.