Anselmo termina de masticar el último trozo de su bocadillo y me mira por encima del hombro, atento al calendario colgado en la pared de atrás.— ¿Cuánto falta para que publiques la novela, chaval?
En primavera, le digo. Exactamente la misma respuesta que vengo dándole cada vez que nos vemos. Y es que desde que se jubiló ya no son tan frecuentes las ocasiones en las que podemos compartir uno de nuestros almuerzos. Cuando colgó el uniforme, durante una temporada Anselmo ya no parecía el mismo. Pero el tiempo, el campo y su nieta lo curan todo. Apura su carajillo de coñac y su sonrisa se extingue cuando repara en la noticia que están dando en la televisión.
— Vamos, no me jodas… —murmura.
Me giro cuando la presentadora acaba de terminar de hablar, justo a tiempo de ver el rótulo que acompaña a la imagen del último policía asesinado. El Gobierno se plantea que las banderas ondeen a media asta cuando un agente muera en acto de servicio, leo. Cuando vuelvo a encararme con Anselmo me topo con sus ojos, grises como su pelo.
— ¿Te das cuenta? —me dice—. Hasta para imitar somos lentos. A estas alturas de la película, con décadas de policías a los que han dado matarile, ahora me vienen con esas. A ver si me entiendes, es algo que en otros países lleva haciéndose siglos y es de agradecer. Pero es solo eso: un gesto. Es como si la Dirección General de Tráfico pretendiera regalar ataúdes de la mejor madera a las víctimas de accidentes de tráfico en vez de apretar antes donde más nos duele: buenas carreteras, señalización adecuada y unas leyes claras y contundentes para el que se pase de listo. Todo lo demás son pollas.
Sonrío al escuchar la expresión. Le puede su alma granaína, y más ahora que ya aceptó que morirá lejos de su tierra. Pero en el fondo Anselmo tiene razón. Como el que pilota puede estrellarse y el que navega hundirse, está claro que el que se mete a policía asume el riesgo inherente a su profesión, que es que le hagan pupa de vez en cuando y hasta algunas veces la diñe. Pero es solo eso, un riesgo; no una prebenda para que cualquier cantamañanas sin distinción de raza, sexo, religión o afiliación sindical crea que puede darle el finiquito a un poli, darse un garbeo por el talego y que ciertos sectores políticos, mediáticos y sociales le rían, encima, la gracia. Eso es lo intolerable. Y esa es la causa por la que cada vez más aquellos que desprecian la labor de esos tipos que se dejan el pellejo a cambio de un sueldo ínfimo exhiben su chulería o sus ansias homicidas con total impunidad.
— No sé si lo viste el otro día —continúa—. Estaba cenando, y en la tele había una tertulia política. Tenías que haber oído a uno de los participantes. De su boca solo salían palabras como “lucha”, “guerra”, “guillotina”, o la que hizo que las habichuelas se me fueran por otro lado: “el miedo ha cambiado de bando”. Tócate los cojones. ¿De qué miedo hablan? Supongo que del que han inventado esos que gritan indignados cuando no pueden reventar una sesión parlamentaria o que acuden a abrazar teatral y patéticamente a sus cachorros cuando salen del juzgado tras haber destruido la noche anterior el mobiliario urbano que tú y yo pagamos con nuestros impuestos. Los mismos que llaman mordaza a cualquier cosa que suene a una norma para que todos podamos vivir en paz y ése —señala a Pepe, el dueño del bar, con el mentón— no tenga que andar rezando para que en la próxima manifa los de siempre no vuelvan a destrozarle el negocio.
Si algo bueno tiene la tercera edad es que se lleva consigo muchas cosas, entre ellas el miedo a decir lo que se piensa. Así que medito sobre las palabras de Anselmo, en las que no hay rabia; más bien tristeza. Y es que una institución tan antigua y experimentada como la policial no puede permitirse que el espectáculo cotidiano de bobos incendiarios con el belfo suelto le adelante por la derecha. No siempre no entrar al trapo de embustes miserables es la mejor opción, sobre todo porque con ellos, quienes los usan han logrado que germine un tipo de ciudadano que se debate entre dos ideas igualmente extremas y peligrosas: o los maderos son fieras temibles a las que hay que combatir o son simples cobardes susceptibles de ser derrotados mediante escupitajo, golpe, patada o empujón a la vía, tanto da. De manera que ahora nos escandalizamos por esos policías asesinados en acto de servicio, pero ¿cuántas veces hemos contemplado en los informativos a todo un barrio aplaudiendo a quienes se resistían a ser detenidos tras haber apaleado a los agentes? ¿Cuántas hemos digerido sin que se nos altere el pulso la noticia de que tal o cual delincuente vuelve a la calle pese a los innumerables delitos violentos y detenciones con los que adorna su currículum?
Anselmo sabe mejor que nadie lo que un disparo es al uniforme, a la piel, a la familia, a la vida. Todo lo rompe. Sonido breve y desgarrador que a veces se diluye enterrado bajo los gritos de quienes jalean o como mínimo hacen guiños cómplices — lo mismo particulares que ciertos políticos o periodistas, de todo hay— a los que perpetran esos ataques, sin reparar en que un día ellos mismos podrían ser las víctimas de los intolerantes que dicen hablar en nombre del pueblo. En esto pienso cuando noto su mano nervuda y enrojecida posarse sobre mi brazo.
— A media asta, chaval, a media asta… — repite lacónicamente—. Están consiguiendo que la misma bandera que ya antes de ingresar en la academia a muchos nos producía orgullo, ahora, cada vez que la vemos sobre la madera del ataúd, solo nos provoque escalofríos.