Tras las vacaciones, quinientos kilómetros de autovía dan para muchas horas de radio. De regreso a Valencia voy escuchando una de esas tertulias matutinas y el tema del día es, agárrense, cuántos idiomas hablamos los españoles. Craso error. La pregunta correcta sería si el españolito medio habla o no algún otro idioma que no sea el propio. Idioma extranjero, puntualicemos. O sea, útil traspasadas nuestras fronteras, para evitar falacias de presuntos políglotas formados en villorrios vascos o masías del Alto Ampurdán. Y como era de esperar, la estadística es estrepitosa. Nadie de los contertulios farfulla medianamente el inglés ni ninguna otra lengua. Lo peor es que se jactan de ello. “Si yo voy a un restaurante en Francia y el camarero no me entiende, es su problema”, afirma uno. Por supuesto, me digo imaginando a este señor aquejado de fuertes dolores en un hospital alemán sin poder explicarle los síntomas a los médicos en un básico inglés o contemplando un accidente en una carretera de Suecia, incapaz de indicarle al operador de emergencias el punto kilométrico donde una familia sigue atrapada entre hierros ardiendo. No sé de quién será el problema pero suyo, desde luego, no. Faltaría más.
Que gente de cierta edad desconozca lo más básico del inglés se explica a la perfección por nuestra mediocridad educativa. Como el flamenco o la paella, forma parte de nuestro acervo patrio. Otra cosa son las nuevas generaciones, inmersas en un mundo de coaches, community managers, tablets, muffins, smartphones y lejía Vanish Oxi Action, incapaces, sin embargo, de hilar una oración simple en ese idioma sin ruborizarse. Pero no me extraña. En general, el inglés que estudiamos aquí es malo, excesivamente academicista. Veinte años memorizando aquello de “Hello! How are you?” para que a la primera de Erasmus te quedes paralizado cuando ese finlandés tan simpático te saluda con un coloquial “What´s up, man?” -de ahí viene el jueguecito de palabras del dichoso Whatsapp-. Y es que tan proverbial como nuestra incultura lingüística lo es nuestra timidez para soltarnos una vez aprendidos sus rudimentos. Mucha teoría y poca práctica. Algo así como leerse todo lo escrito sobre sexología sin haber besado jamás los labios de otra persona. Las expresiones coloquiales, modismos e incluso vulgarismos que componen cualquier lengua están ahí, en la calle, en lo cotidiano, más allá de los libros. Por esa misma razón muchos portugueses, en cuyo país apenas existe el doblaje -arte tan admirable como meritorio por otro lado- y que maman la lengua anglosajona desde sus primeros dibujos animados, suelen expresarse con mayor soltura en inglés que en español. Porque saben inglés. No solo lo han estudiado. Lo mismo que les va a ocurrir a los miles de paisanos que se han visto obligados a emigrar -malditas sus ganas- a otros países para buscarse el sustento. Sin ser conscientes de ello, van a adquirir un tesoro incalculable que les diferenciará con mucho de su propia generación y les permitirá mejorar a las siguientes: un nivel de idiomas real como ninguno de sus conciudadanos soñó jamás.
Hablamos una lengua maravillosa, honrada y compartida por más de quinientos millones de personas, de cuyas fuentes se han nutrido las más bellas páginas de la literatura universal. Y conste que soy el primero que cuando un turista me aborda preguntándome una dirección directamente en inglés, tras facilitársela, le hago siempre la amable observación de que cuando se visita un país como el nuestro lo mínimo que se ha de hacer es esforzarse por aprender algunas palabras de nuestro bello idioma. Pero nos guste o no, la lengua vehicular de mundos tan diversos como el universitario, el empresarial, el de la comunicación o el de la seguridad es el inglés. Hasta en política. Pregúntenles si no a Hollande o a Merkel si a la hora de llegar a acuerdos se hacen los mismos comentarios en confianza directamente al Presidente del Gobierno que a su intérprete.
Termina la tertulia y algunos de los oyentes que intervienen acaban por confirmar lo que estoy contando: la necesidad de ser respetados en el extranjero empieza por la capacidad de ser capaces de comunicarnos. Alejados de la mediocre complacencia que siempre nos caracterizó en esta y en otras cuestiones y tan en la línea de aquel viejo chiste que nos retrata a la perfección. Ese en el que dos españoles pueblerinos se topaban con un extranjero que se esforzaba por preguntarles algo en inglés sin que estos entendieran ni una sola palabra. Ante su inútil empeño, y una vez que se alejaba decepcionado, uno de nuestros paisanos se quedaba pensativo mientras comentaba:
– Qué gran cosa es saber idiomas, ¿eh?
– Ya ves tú -bufaba el otro-. Para lo que le ha servido a ese…