En qué lío me he metido. Aunque, al menos, recuerdo el momento exacto en que lo hice.
Participaba en una mesa redonda, durante la primera edición de Cartagena Negra, cuando el comisario principal Ignacio del Olmo, maestro de ceremonias, me preguntó de qué trataba mi segunda novela. Ante el público ofrecí unas pinceladas sobre la trama, ilusionado por el tropel de ideas que bullían en mi cerebro, de entre las cuales sobresalía Nejib, el viejo profesor tunecino. Ardía en deseos de ponerme escribir sobre él, de convertirlo en un personaje.
Fue más fácil decirlo que hacerlo.
La escritura es una receta con dos ingredientes básicos: lo vivido y lo imaginado. Pero ambos tienen un peso distinto según el momento. Ahora, conforme tecleo, me doy cuenta de que para moldear la personalidad y los tormentos de Nejib me basta la imaginación. Pero otorgarle un pasado y ahondar con solvencia en la convulsa historia de Túnez demanda unos conocimientos sobre la realidad de los que carezco.
No paro de darle vueltas. A ver qué hago ahora. Mi entorno me dice que no me obsesione, pero yo me desvelo más de una noche reprochándome haberme llenado de barro hasta el alma por pisar este charco.
De repente, una idea. Más bien un nombre que no puede figurar aquí, pero detrás del cual hay un experto en el tema. Localizo su teléfono y le escribo. Me sorprende agradablemente su abierta disposición a colaborar. Los tipos con un trabajo como el suyo suelen pasar desapercibidos y son reacios a hablar, de modo que recibo su confianza como un regalo.
Tomamos café cerca de la biblioteca de la calle Hospital, en Valencia. El tipo es un libro abierto. Me duele la muñeca de tomar notas. Me cuenta mucho; nada inconfesable, pero lo suficiente para orientarme en el complejo mapa histórico, político y religioso del Túnez más reciente. Ahora, entre mis ideas originarias, se intercalan la Liga Árabe, el dictador Ben Ali y una revuelta popular que mi imaginación transformará en un conflicto irreconciliable entre dos facciones.
Se acaba el café a la vez que la tarde. Toca despedirse y le agradezco su ayuda. «La piedad y las letras valen la pena», me dice al estrecharme la mano. Me quedo pensando en esas palabras mientras me alejo dejándolo allí sentado, difuminado entre la gente, volviéndose tan gris como las nubes que han empezado a cubrir el cielo.