Ahí empezó todo. Lo recuerdo con toda claridad. Sucedía cada día, justo antes del yogurt y el petit suisse que marcaban la infantil frontera entre el día y la hora de dormir. El hombre serio de pelo blanco que a mí se me antojaba tan alto y tan grande se apostaba, perenne, a mi lado, mientras sus manos pálidas y delgadas sobrevolaban el aire para enseñarme solfeo o señalaban, con infinita paciencia, la portada del ABC que descansaba sobre la mesa camilla, al tiempo que mi lengua de trapo balbucía torpemente las primeras letras del universo de mi lenguaje.
Después la cosa se fue complicando: el método Bela Bartok y los cien estudios diarios de Czerny para piano, las frases y las oraciones. El cuento del niño y el cocodrilo, el gato Micho y un viejo recetario de cocina fueron los primeros cuadernos de guerra que me sirvieron para adentrarme en el campo de batalla de la ortografía, la sintaxis y la gramática. Palabras todas ellas tan feas que, de haber cedido a la tentación de esquivarlas, jamás habría conocido a tipos tan dispares como Delibes, Salinger, Dumas o Cela.
Los yogures y los petit suisses se fueron perdiendo en el tiempo y en la costumbre, pero la dichosa línea entre el día y la noche no pareció enterarse y los años siguieron su curso. El mundo y sus fronteras se hicieron más grandes, comenzaron los viajes y las despedidas, y las caras y los recuerdos se volvieron cada vez más lejanos. Hasta que llegó ese día.
Intentaba cerrar la maleta, cuando el señor de pelo blanco que a mí me parecía tan alto y tan grande se me acercó y me entregó un sobre abultado:
– Son cosas curiosas. Para que las leas, Rubencico –dijo con una sonrisa-.
Guardé el sobre y mucho más tarde, con las paredes de cualquier hotel como mudas testigos, lo abrí y de su interior extraje decenas de recortes de periódicos. Artículos sobre política, religión, derecho y literatura, efemérides imposibles, máximas latinas y viñetas de Antonio Mingote. Algunos marcados con equis donde mi mentor quería señalarme la columna concreta, otros, subrayadas las frases que él consideraba más certeras, e incluso en uno de ellos (creo que versaba sobre el aborto) había escrito arriba, con letra trémula, “Digno de leerse”.
En esos recortes aprendí a seguir amando la literatura al tiempo que comencé a odiar los extremismos, las izquierdas y las derechas de manual, el fanatismo y la demagogia de saldo. Descubrí cómo la ironía puede transformar en dardos las palabras bien escogidas y que un libro puede cambiar todo un mundo.
Ahora, a mis treinta y cuatro años, cuando el crujido de las hojas caídas del calendario cede bajo mis pisadas, en mi maleta no falta periódicamente un sobre que contiene recortes. Recortes de las enseñanzas que ese señor, mi padre, consideró necesarias para no olvidar que nunca dejamos de ser niños dispuestos a aprender el abecé de la vida.
Sólo hay una cosa que no he llegado a comprender jamás. Cómo después de crecer y haberme convertido en un adulto, mi padre sigue pareciéndome tan grande. Tan inmensamente grande.