LA LITERATURA DE LA SOLEDAD
En ocasiones las mañanas se desperezan sin terminar de decidirse sobre si echarse el tabardo gris o despejarse por completo. Pero en esta época del año confieso que me da igual. Cualquier clima y momento es bueno para pasear por esta hermosa ciudad mediterránea un fin de semana cualquiera y empaparse de la vida del barrio, esa que aun entendiendo de crisis no deja que se le note.
Y en ello estoy, escuchando el rumor apagado de mis pasos tempraneros mezclándose con el ruido de las persianas metálicas que comienzan a abrirse. Cierto que algunas se mantendrán cerradas y polvorientas, pero en los rostros de los demás tenderos no se refleja otra amargura que la exhalada por el café recién hecho en un pequeño bar junto al mercado de abastos. Paso al interior del local para tomarme uno y apuesto por desayunar con la noticia-disparate del día, aunque no me es posible: un parroquiano hojea con codicia y al mismo tiempo los únicos dos periódicos disponibles. Me conformo, pues, con repasar el de antes de ayer, que agoniza en su rincón invadido por manchas pardas y migas de magdalena. Qué más da, me digo, los relatos sobre picaresca y trinque no entienden de fechas, gozan de intemporalidad. Eso sí, mantengo una discreta vigilancia sobre el tipo que dos mesas más allá sigue cotejando con rápidos movimientos de cabeza las secciones de deportes de ambos periódicos abiertos de par en par.
El análisis comparativo de mi vecino de mesa puede con mi paciencia, así que termino mi café y salgo a la calle para continuar mi paseo. Rodeo el edificio del mercado en cuyas puertas se agolpan las vendedoras de flores y camino hasta la parte de atrás, donde se ubica una plaza con suelo de acera gris y pegotes negros que alberga un par de farolas y varios bancos vacíos y destartalados.
La vida está llena de elecciones sencillas. Si o no. Arriba o abajo. Izquierda o derecha. Hacia cualquiera de esas direcciones podría dirigir mi vista cuando atravieso la plaza pero en vez de eso mis ojos se posan en él. Cincuentón, pantalones vaqueros gastados, un jersey de cuello de pico de color marrón y la barba canosa de tres días pugnando por emerger de su piel rojiza. Aún no parece vencido del todo, aunque su demacrado aspecto y la hinchazón de sus manos sugieren que no sólo de café vive ese hombre sentado en uno de los bancos, en cuyo respaldo figura un nombre, Rebe, pintado con un espray de color rosa. Él está sentado en el otro extremo, como si albergara la esperanza de que alguien pudiera ocupar el amplio margen de madera que su cuerpo viejo y orondo cede al vacío. Junto a él, una pequeña mochila. En ella hurga precisamente cuando paso a su lado. Me dirige una mirada de soslayo, prestándome la atención instantánea y fugaz de quien está acostumbrado a ver girar el mundo a su alrededor sin concederse una brizna de mutua importancia. Y es justo al sobrepasarle cuando del interior de la bolsa saca tres libros, vuelve a mirarme y sonríe con un guiño de complicidad para volver a bajar la cabeza y humedecer su dedo índice antes de enviarlo a bucear de nuevo entre esas páginas aparcadas.
No puedo ver la portada, pero de entre los otros dos libros que aguardan debajo, entre sus dedos inflamados y sucios distingo un título en el lomo: Beltenebros. Y me quedo allí, contemplándole, cuando en realidad ya hace horas que me he marchado de aquel lugar, pensando cómo las cosas simples acaban por adoptar una complejidad que las vuelve realmente difíciles de entender. Me pregunto qué habrá sentido ese hombre cuando sus ojos hayan recorrido la atmósfera oscura y sin esperanza del libro, si habrá recordado, al desmenuzar esas líneas, los momentos de su vida en los que sin duda sintió la congoja y la traicionada extrañeza del Capitán Darman regresando a un lugar tan hostil y distinto al que un día conoció, o si tal vez su arruinado presente es a causa de su propia ceguera, tan profunda y malvada como la que afectaba a Valdivia. Si tuvo un negocio, o una vivienda, y tras el desahucio, antes de alejarse, también miró por última vez las mismas maderas con forma de aspa clavadas “con una saña definitiva de clausura”. Y cómo ahora se arrincona, voluntario y abandonado, en una esquina del banco desvencijado donde el vacío que ocupa ese nombre garabateado le hace imaginar que algún día su particular Rebeca Osorio pueda perdonarle y salga a cantar por última vez para él.
A pesar de sus posibles errores, de su mala suerte y de su certera miseria, en ese fugaz instante en que nuestras miradas se han cruzado me estremezco pensando en que ninguno estamos a salvo de nada, pero me consuela saber que tal vez al leer esas mismas páginas, cuando haya llegado al epílogo y la arqueología de esa historia, su historia, habrá concluido la misma lección que Muñoz Molina desgrana en el momento en que la tinta de su pluma expira: que un libro, como un gesto, como la propia vida –añado yo- es irreparable y que, llegado el caso, uno no se cura de ellos corrigiéndolos, sino escribiendo otros.