EL NIÑO DE LA PEINETA
Le vi hará unos días. Apenas dos añitos, la melenita castaña y la inocencia propia de su edad acumulándose en sus encarnadas mejillas. El lánguido brazo extendido terminando en su prieto puñito, excepto el dedo corazón, que apuntaba, divertido y enhiesto, al paso de unos concejales en un acto festivo. Tú le sostenías y lo alzaste para que lo vieran bien, mordiéndote los labios tensos, la rabia instalada en ellos, y desentonando con la sonrisa, ignorante y franca, de tu hijo. Algunos a tu alrededor se volvieron hacia el bebé y le aplaudieron entre risas, para continuar insultando a los cargos públicos con toda su fuerza y fotografiando la insólita escena. Y cuando todo finalizó, te marchaste de allí entre risas, inconsciente de que tus maternales brazos protectores acogían ya a un pequeño proyecto de tirano.
No sé cuánto tiempo te llevó enseñarle un gesto tan complicado para su inmaduro sistema locomotor. Las sincinesias en un bebé hacen realmente complicado ejecutar ciertos movimientos aislando grupos musculares. En otras palabras, resultaría mucho más fácil enseñarle unas constructivas palmadas de aprobación que esa despreciativa peineta. Pero tus convicciones te guían y ahí está el resultado: dedicas más tiempo y esfuerzo a que aprenda a odiar antes que a tolerar.
Pero qué narices: me parece bien. Mira a tu alrededor. Esto se empieza a parecer demasiado a una jungla peligrosa y por eso debes enseñarle a golpear primero. A que sepa mantener a raya a cualquiera que le estorbe aunque no sepa de sus intenciones. A imponer su punto de vista sobre los demás, aunque carezca de la formación, la cultura y la experiencia necesarias para sostenerlo. Nadie dijo que la vida fuera justa. Lo importante es sobrevivir. Luego, conforme el pequeñín crezca, ya desarrollará esa fina capacidad para humillar a cuantos no piensen como él. La aplicará en el colegio –adueñarse de la plastilina siempre fue origen de graves conflictos-, en las pachangas de fútbol con los amigotes –el césped está lleno de árbitros y jugadores contrarios despreciables-, en su pandilla de adolescentes –si tiene que convencer por la fuerza a Jenny para que se enrolle con él, lo hará- y, más adelante, en la universidad o en el mundo laboral. ¿Lo estás viendo? Mírale: plantado en la puerta de la empresa o de su facultad, sintiéndose fuerte entre sus correligionarios y dispuesto a impedir el legítimo derecho de otros a acudir a clase o a su puesto de trabajo durante una jornada de huelga. Cierto que afeado por la contradicción de exhibir sin tapujos sus ideales al mismo tiempo que se oculta el rostro para no ser reconocido. Pero la cobardía en según qué casos está justificada si eso evita tener que asumir responsabilidades por las propias acciones.
Y ahí estarás tú, jaleándole cuando lo veas en televisión amenazando con tomar la ciudad a sangre y fuego, sintiendo ese venenoso orgullo al contemplarle humillando a otros ciudadanos acostumbrados a sufrir sus bravatas y desmanes en silencio para evitar más problemas que los que ya tienen, o carcajeándote cuando manifieste que a los oponentes ideológicos hay que echarlos con escopetas si es necesario.
El problema llegará –siempre llega, créeme-, cuando el chaval se tope con la horma de su zapato y olvide que, puestos a emplear las armas, siempre habrá quien dispare mejor y más rápido que él. Que durante una de sus cobardes acciones como piquete le partan por fin la cara aquellos que están hartos de sufrir sus amenazas y acciones violentas. Que pruebe en su cara el extintor que tan diestramente maneja y comprenda por fin que no era el rey de la jungla, sino un animalillo más sometido a las mismas crueles reglas. Recuérdalo cuando eso suceda e intervengas en directo en cualquier programa matinal, lloriqueando con el auricular en la oreja, lamentándote de lo que le hicieron a tu retoño y obviando el singular detalle de que ansiaba violencia y violencia tuvo. O a lo peor –una madre siempre es una madre-, cuando seas tú misma el objetivo de esa ira que tan bien le enseñaste y te llegue la hora de manos de aquel a quien diste de mamar odio e intolerancia. “No me lo explico, si de pequeño era un encanto. Hacía unas peinetas más majas…”, dirán tus vecinos cuando contemplen tu cara de gilipollas incrédula y estupefacta en la fotografía de tu esquela, pedazo de imbécil.