En toda novela el lector reconoce (o cree hacerlo) lugares y hechos. Viví esa experiencia con mi primera obra, Hadas con tacones afilados. Respecto a la misma escena, unos me aseguraban haber detectado que estaba ambientada en una calle de mi ciudad natal, Almería, mientras que otros juraban vislumbrar que correspondía a una zona de Madrid o Barcelona.
Esas apreciaciones, al margen de ser correctas o erradas y de lo satisfactorio que resulta que los lectores profundicen en la historia que uno ha escrito, hasta el punto de recrearla en su mente, me hicieron reflexionar. Porque lo cierto es que Hadas con tacones afilados es, en realidad, un montón de retales de espacio y tiempo; en resumen: cogí un poco de aquí y de allá, de modo que en sí misma no está inspirada en ningún lugar ni fecha concretos.
Sin embargo, tenía una deuda moral con la ciudad que me adoptó hace ya doce años y que me ha dado tantas cosas: Valencia. Por eso, desde los primeros esbozos de La melodía de las balas tuve claro que la trama principal transcurriría en la ciudad del Turia. Más aún, durante la celebración de las Fallas, fiesta emblemática (y ruidosa) donde las haya.
Otra parte de la novela transcurre en Sudamérica, y como es obvio que no vivo de la literatura, tuve que privarme de visitar Venezuela y Colombia y recurrir, para documentarme, a diversas fuentes y contactos —de los que hablaré más adelante—. Pero vivir en Valencia me ofrecía la impagable oportunidad de explorarla. De modo que, armado con mi mochila, mis cuadernos, mi cámara de fotos y una aplicación en mi teléfono móvil que descubrí para hacer anotaciones, durante varias semanas recorrí multitud de rincones de la ciudad. Unos, históricos y emblemáticos; otros, corrientes e insulsos. Todos tienen su importancia en la novela. Porque van a contemplar a un exterrorista de ETA convertido en sicario que llega a Valencia para matar a alguien, sin saber que será la ejecución más difícil de su vida.