UNA HISTORIA RUBIA Y COTIDIANA
La lluvia no es precisamente algo habitual en Almería. Debido a la escasa frecuencia con la que se produce, recuerdo con claridad aquel día. Caminaba rambla abajo y observé como el mosaico de paraguas sólo mostraba un abanico de colores sobrios y oscuros. Lejos de la cromática chillona tan habitual en ese tipo de artilugios, últimamente sólo arrojan el negro, el gris, tal vez algún verde opaco y mudo, y no puedo evitar pensar que, como un elemento más de nuestro vestuario, los paraguas terminan reflejando el estado de
ánimo de quienes los usan. La época, a saber…
Continué mi camino bajo los balcones de algunos edificios para no quedar empapado, pues el chubasco arreciaba, hasta que me detuve en un paso de cebra en la esquina de la cafetería Colombia.
Y de nuevo la vi.
No alcanzo a recordar con exactitud la primera vez que nuestros pasos se cruzaron. Nuestras miradas lo hicieron un tiempo más tarde. Cada mañana ella caminaba rambla arriba, y yo realizaba el mismo trayecto en sentido contrario. Fueron pasando los días y comencé a fijarme con detenimiento en su rostro. No era guapa, en sentido estricto. Rasgos duros, tal vez excesivamente perfilados, que se acentuaban con una sonrisa fresca y limpia, siempre a punto. Ahí, supongo, es donde radicaba lo hermoso de su presencia.
La primera vez que mis ojos se encontraron con su piel, en mis tímpanos sonaban M-Clan y su “Espantapájaros”. En sus oídos, seguramente el bullicio de Almería a las diez de la mañana, salpicado por el tintineo de las cucharillas de café que se acuestan en el crujir del pan caliente de los almuerzos. Cuando uno ve la vida con los auriculares puestos llega a considerar de veras que la gente y la realidad se comportan según las letras que vas escuchando. Y mi corazón de paja también se quemaba en la ciudad. Según se sucedían nuestros fugaces encuentros, sus rasgos cobraron más definición y exactitud: estatura mediana, ojos abrumadoramente verdes, y pelo largo, liso y rubio con reflejos. Y nuestras pupilas pasaron de la piel, la ropa o los surcos de la acera a mirarse, dilatándose fugazmente en cada cruce, cada mañana. Y las miradas dejaron paso a las sonrisas, unas veces breves, otras más prolongadas. Incluso renuncié a cambiar de itinerario cuando mis obligaciones me llevaban a otros puntos distintos de la ciudad, todo con tal de cruzármela.
Esa misma mañana de lluvia en que la volví a encontrar, mientras caminaba, intentaba acordarme de una frase de Winston Churchill que leí hace algún tiempo, y que en su momento me había causado una honda impresión. Daba vueltas y vueltas a mi cabeza sin conseguir recordarla.
Me detuve ante el paso de cebra, con el semáforo para peatones en rojo, esperando para cruzar, pero algo había cambiado respecto a las ocasiones anteriores. Todo estaba igual que siempre: su figura erguida, las líneas acentuadas de sus pómulos, sus ojos verdes inusitadamente abiertos, pero su paso, su trayecto, no consistía esa mañana en la rutinaria intersección que se venía sucediendo desde hacía meses. Giré mi cabeza a la derecha y ahí estaba, esperando en el semáforo de pie, a mi lado. Ella se giró casi imperceptiblemente hacia mí, y sentí como me estremecía. Nunca había tenido sus ojos verdes tan cerca. Noté un ligero temblor en sus labios, y en ellos, una pequeñísima gota tiritaba, dudando entre caer o no.
Hola, me dijo, y la tentativa de sonrisa se rindió al frío y a los nervios, volviéndola más amplia y sin defensa. Que tal, intenté disimular con la mejor de mis expresiones sobrias. No digo que no te ame, pero que no se me note, pensé. ¿Es mucho pedir?
¿Y ahora, qué? Me esforcé por no perderme entre su caleidoscopio esmeralda y en el silencio que se hizo de repente percibí con nitidez el ruido sordo y breve de las gotas de lluvia golpeando mi chaquetón. Algún día teníamos que decirnos algo, supongo, murmuró, mientras yo notaba mis propios latidos en la punta de mis yemas. No sé muy bien qué decir, barboté, no tengo ni idea de quién eres, qué decirte, y a pesar de la pinta de idiota que debo tener…
¿Qué?, inquirió, abriendo mas sus ojos. Pues que no creía en los milagros, respondí. Su risa franca y limpia estalló al tiempo que, no se si por instinto o reflejo, su mano suave cogió con dulzura mi cara, roja y empapada a un tiempo, y la mantuvo allí. Me reí para apaciguar mi corazón y abrí deliberadamente mis ojos para que se fijara en ellos. Ojos verdes se entienden con ojos verdes, pensé. Hasta desarmados, todos guardamos un último cartucho de malicia. Nuestras sonrisas se extinguieron lentamente, casi al mismo tiempo, para convertirse en esa expresión de dulce y misterioso desconcierto que antecede siempre al momento más delicado, ignorantes del eterno abismo que separa el antes del después, el inmortal precipicio por el que la Humanidad ha amado, ha odiado, ha hecho guerras y ha perdonado las miserias más abyectas. Mi corazón se fue acompasando al ritmo lento y seco de las gotas de lluvia que reflejaban mundos convexos en sus labios y en los míos. Acercó su cabeza al tiempo que su mano tiraba despacio de mi rostro hacia ella. Entorné lentamente mis ojos. Gracias, dije para mis adentros, sin saber muy bien a quién iban dirigidas.
El semáforo se puso en verde y la chica rubia con la que me cruzo todas las mañanas desde hace meses y que se mantuvo en todo momento en silencio a mi lado y sin mirarme, apretó el paso alegre, y ya en la otra acera se fundió en un abrazo con un niño rubio de unos cinco años que había corrido a su encuentro, mientras un hombre maduro, alto y bien vestido, contemplaba la escena, se acercó a ella, la miró como sólo se miran dos almas por cada una de las cuales la otra daría la vida, la besó durante unos segundos y acerté a leer un te quiero en sus labios.
Y entonces sonreí, y mientras se alejaban abrazados los tres en dirección al puerto, recordé por fin la esquiva frase que había estando rondando en mi cabeza toda la mañana: “La imaginación nos consuela de lo que nunca podremos ser, y el sentido del humor, de lo que somos realmente”.
Es lo bonito de la imaginación que podemos jugar con ella a nuestro antojo, aunque el despertar te deja ese sin sabor, pero afortunadamente en la realidad también podemos conseguir aquello que deseamos, puede que mas tarde , mas pronto, nunca se sabe…..es solo cuestión de dejar al destino ser destino, y así se va tejiendo poco a poco la estera que nos servirá para posarnos en el mañana.
Simplemente lo que ha de ser para cada uno, será :).
Y de nuevo mis mas sinceras felicitaciones, porque tienes arte al escribir.
Joer, qué bueno! Y la frase de Churchill también. Estoy de acuerdo con Angelito, y además creo que con imaginación y actitud positiva (ya sabeis, aquello de «El secreto») podemos atraer lo que deseamos. Pero una vez que lo tenemos hay que seguir cuidandolo.
Besazos, ojos verdes. Los ojos castaños también nos entendemos con los verdes, a que sí?
Somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños.
William Shakespeare.cari
Gracias por vuestros comentarios. Un honroso placer leer a mujeres comentar un artículo sobre la magia de la imaginación y lo femenino.